Jer 20,10-13
Oía los rumores de la gente: “¡Terror por todas partes! ¡Denunciadlo! ¡Sí, lo denunciaremos!” Hasta mis amigos más íntimos acechaban mi caída: “Tal vez se lo pueda seducir; prevaleceremos sobre él y nos tomaremos nuestra venganza”. Pero el Señor está conmigo como un guerrero temible: por eso mis perseguidores tropezarán y no podrán prevalecer; se avergonzarán de su fracaso, será una confusión eterna, inolvidable.
Señor de los ejércitos, que examinas al justo, que ves las entrañas y el corazón, ¡que yo vea tu venganza sobre ellos!, porque a ti he encomendado mi causa. ¡Cantad al Señor, alabad al Señor, porque él libró la vida del indigente del poder de los malhechores!
Volvemos a escuchar en estos días al profeta Jeremías, que, a pesar de los enemigos que le rodean no pierde la confianza en Dios, porque sabe que en todo prevalecerá la justicia de Dios.
Los enemigos del profeta son también enemigos de Dios, pues el profeta no hace más que cumplir el encargo del Señor. Por eso Jeremías no busca venganza por su propia cuenta; sino que deja en manos de Dios el actuar sobre sus adversarios: “A ti, Señor, he encomendado mi causa.”
Dios ve las entrañas y el corazón… Con esta expresión, se quiere dar a entender que Él conoce todas las motivaciones que conducen a una acción. Nadie puede engañar a Dios; ante Él todo está desvelado.
Esto ha de servirles de advertencia a aquellos que se oponen a Dios, para que no se precipiten ciegamente en su propia desgracia; sino que se acuerden de que hay un justo Juez y, al menos por temor a Dios, se aparten del camino de la maldad.
Pero a aquellos que quieren servir a Dios no debe asustarles esta afirmación de que “Dios ve las entrañas y el corazón”, pues, en este caso, expresa la certeza de que no hay nada oculto a los ojos del Señor, que todo está escrito en Su libro (cf. Sal 139,16b), que Él no olvida cosa alguna… Esto nos recuerda aquella palabra que San Benito dirigía a sus monjes, exhortándoles a hacerlo todo conscientes de la presencia de Dios.
Si vivimos en esta consciencia, podremos observar con confianza y serenidad el curso de los acontecimientos. Si se nos acusa injustamente, dejamos en manos de Dios nuestra defensa; a menos que sea necesario aclarar las cosas para evitar que otras personas se confundan. Lo esencial es que nosotros mismos nos encontremos con conciencia limpia ante Dios y podamos mirar su rostro. ¡Eso basta!
El justo es puesto a prueba, pues su fe y su fidelidad han de saber permanecer firmes.
Pero hay también otro aspecto que podemos considerar en relación con nuestra vida espiritual. A veces Dios permite situaciones que le dan al justo la oportunidad de demostrarle su amor y de ser purificado más profundamente. Esto puede suceder, por ejemplo, en una situación de persecución.
Los maestros de la vida espiritual nos dicen que, en el camino de seguimiento de Cristo, no sólo se requiere de purificación en los sentidos externos; sino también en los internos. Mientras que en la así llamada “purificación activa” nosotros mismos nos refrenamos, con la ayuda de Dios, para no convertirnos en esclavos de nuestras pasiones, en la ‘purificación pasiva’ es Dios mismo quien viene a nuestro auxilio, para limpiarnos de aquellos problemas espirituales más profundos.
Tomemos, por ejemplo, a alguien que disfruta de ser elogiado y tomado en cuenta por las personas, acrecentándose en ello su orgullo y su falsa autoestima. Mientras recibe todas estas muestras de consideración, fácilmente olvida que todo don perfecto procede de Dios (St 1,17), y corre el peligro de verse a sí mismo como el centro de atención. Sin embargo, él no se da cuenta de ello en absoluto.
Ahora bien: Dios puede permitir que de repente esas personas que lo admiraban, empiecen a hablar mal de él, que incluso se vuelvan en su contra, tal vez por ciertos malentendidos u otras causas que no pueden arreglarse. En esta situación, esta persona está llamada a desmontar su soberbia y a ponerse totalmente en manos de Dios. Aunque fuesen injustas las razones por las que es rechazada, Dios se vale de esta circunstancia para sanar la enfermedad espiritual de la soberbia. El afectado no debería ni siquiera esforzarse por esclarecer la situación, porque esto probablemente serviría sólo para volver a levantar al orgullo herido. Todo ha de dejarlo en manos de Dios; mientras que él mismo ha de dejarse purificar en la escuela de la humildad.
Dios sabe tornar todo en bien, si nos abandonamos totalmente en Él, si le encomendamos nuestra causa, como lo hizo Jeremías. Cuanto menos obstaculicemos su obra, tanto más podrá cumplirse la Voluntad de Dios, también y precisamente en las situaciones difíciles. Por eso, estamos llamados a unirnos a la última exclamación de la lectura de hoy: “¡Cantad al Señor, alabad al Señor, porque él libró la vida del indigente del poder de los malhechores!”