“Si supieras cuánto te amo, estarías siempre alegre” –estas palabras las escuché recientemente en mi interior. Si interiorizamos una afirmación tal, nuestro Padre podrá atravesar todas las tinieblas que pueden difundirse en nuestra alma. Así, todos los “no” en nosotros podrán desvanecerse a través de su amoroso “sí”.
La gran promesa del Corazón de Dios y la seguridad de su amor es más fuerte que todo lo demás, y nos hace entender las palabras de San Pablo: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos” (Fil 4,4).
Cuando Dios mismo se convierte en la fuente de nuestra alegría, ésta transforma nuestra vida y se vuelve fecunda también para otras personas. De esta fuente brota una profunda afirmación a la vida, que es capaz de penetrar aun en las más difíciles circunstancias de vida. Esta alegría es como el agua viva que debe fluir de nuestra vida al mundo.
Entonces, ¿cómo podemos alcanzar esta alegría? En el encuentro diario con nuestro Padre, en el diálogo íntimo con Él, en la escucha de su Palabra, en la recepción de los sacramentos que nos brinda a través de su Iglesia, en las obras de misericordia, en la meditación de su bondad…
¿Y qué tenemos que evitar para que ella eche raíces en nosotros? Tenemos que refrenar los pensamientos negativos, no dejarnos llevar por nuestras malas inclinaciones y distracciones, no ceder a la atracción del mundo y de la carne…