“Me hago semejante a vosotros, para haceros semejantes a mí” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
Nuestro Padre Celestial quiere que lleguemos a conocerle. Él no puede introducirnos a contemplar eternamente su gloria, de faz en faz, sin antes habernos preparado. Primero tenemos que recorrer nuestro camino en la tierra como hombres redimidos. En la Persona de su Hijo, nuestro Padre desciende a nuestra naturaleza humana y se hace uno de nosotros, “en todo igual a nosotros menos en el pecado” (Concilio de Calcedonia, año 451 d.C.). Así, Dios se abaja y se nos comunica en el ámbito de nuestra experiencia humana.
Y nos llenamos de asombro, porque, al imitar a su Hijo, podemos volvernos semejantes a Él y conocerlo cada vez mejor, pues la gloria de Dios brilla sobre nosotros en Jesús. Así lo anuncia San Juan en su evangelio: “El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).
¿Cómo hubiera podido hablarnos más claramente el Padre que haciéndose hombre en la Segunda Persona de su Divinidad? ¿Podía haberse abajado más a nosotros que permitiéndonos descubrir su divinidad en su propio Hijo?
Incluso se hace parte de una familia humana, la relación que nosotros, los hombres, mejor conocemos, tal como podemos contemplar en las horas más íntimas de la Navidad, cuando le entregamos nuestro corazón al Niño en el Pesebre. ¿Acaso Dios no viene incomparablemente cerca de nosotros, atrayéndonos con el encanto de un niño? ¿Quién puede resistirse a Él? Si le regalamos nuestro corazón al Divino Niño, Él, el Dios santo e infinito, pone su morada en nosotros y nos hace semejantes a Él.
En infinitos ejemplos, iremos descubriendo cada vez más profundamente la sabiduría y amorosa humildad de Dios, que se hace pequeño para hacernos grandes.