Gen 44,18-21.23b-29;45,1-5
En aquellos días, Judá se acercó a José y le dijo: “Permite a tu siervo hablar en presencia de su señor; no se enfade mi señor conmigo, pues eres como el Faraón. Mi señor interrogó a sus siervos: ‘¿Tenéis padre o algún hermano?’, y respondimos a mi señor: ‘Tenemos un padre anciano y un hijo pequeño que le ha nacido en la vejez; un hermano suyo murió, y sólo le queda éste de aquella mujer; su padre lo adora.’ Tú dijiste: ‘Traédmelo para que lo conozca. Si no baja vuestro hermano menor con vosotros, no volveréis a verme.’
“Cuando subimos a casa de tu siervo, nuestro padre, le contamos todas las palabras de mi señor; y nuestro padre nos dijo: ‘Volved a comprar unos pocos víveres.’ Le dijimos: ‘No podemos bajar si no viene nuestro hermano menor con nosotros’; él replicó: ‘Sabéis que mi mujer me dio dos hijos: uno se apartó de mí, y pienso que lo ha despedazado una fiera, pues no he vuelto a verlo; si arrancáis también a éste de mi presencia y le sucede una desgracia, daréis con mis canas, de pena, en el sepulcro’.” José no pudo contenerse en presencia de su corte y ordenó: “Salid todos de mi presencia.” Y no había nadie cuando se dio a conocer a sus hermanos. Rompió a llorar fuerte, de modo que los egipcios lo oyeron, y la noticia llegó a casa del Faraón. José dijo a sus hermanos: “Yo soy José; ¿vive todavía mi padre?” Sus hermanos se quedaron sin respuesta del espanto. José dijo a sus hermanos: “Acercaos a mí.” Se acercaron, y les repitió: “Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios. Pero ahora no os pese ni os dé enojo haberme vendido aquí, pues para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros.”
¿Quién no conoce la tan conmovedora historia de José y sus hermanos (Gen 37,2-36;39-45)? Una historia de grave culpa y magnánimo perdón, en la que termina triunfando el amor.
¡Éste es el mensaje permanente que Dios quiere darnos a entender a nosotros, los hombres! Al final, no triunfarán la culpa y la maldad; sino que el amor y el perdón del Señor lo superan todo. La inigualable sabiduría de Dios, digna de adoración, sabe valerse incluso de los caminos malvados y perversos para nuestra salvación. La historia de José es un claro testimonio de ello: “Para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros” –les dice a sus hermanos.
Podemos sacar gran provecho de esta conmovedora historia, y dejar que su enseñanza cale hondo en nosotros. El fruto apropiado de ello sería una confianza más profunda en Dios. Hay tantas situaciones en nuestra vida que no tenemos en las manos y que no podemos comprender. Esto cuenta especialmente para las desgracias y dificultades de todo tipo. En tales circunstancias, sólo la confianza puede ayudarnos a no caer en amargura.
Pero cuenta también para el gran mal del pecado y de la culpa. José perdonó a sus hermanos, que primero habían querido matarlo pero después decidieron venderlo como esclavo (cf. Gen 37,12-36). No quiso vengarse de ellos; sino que consoló con estas palabras a sus hermanos, cargados de culpa y desconcertados: “No os pese ni os dé enojo haberme vendido aquí”.
Ahora bien, la confianza no debe confundirse con un optimismo natural. También es totalmente distinta a aquella actitud fatalista, que se resigna y deja que todo le acontezca, con la sensación de que de todos modos no puede cambiarlo, aunque tal vez siga diciendo que “Dios ya lo arreglará”.
¡No! La confianza es una entrega total al Señor; es aferrarse a su bondad. Un acto tal resulta más fácil cuando reconocemos con gratitud la providencia y el cuidado de Dios hacia nosotros. El único obstáculo que se interpone para que recordemos y agradezcamos una y otra vez su bondad y acrecentemos así nuestra confianza, es el hecho de que fácilmente somos olvidadizos y no interiorizamos los beneficios de Dios para con nosotros.
La confianza se hace más profunda aún cuando percibimos la bondad de Dios en los acontecimientos salvíficos, tal como se nos ofrece, por ejemplo, en los sacramentos, en la Palabra de Dios y en tantas ayudas para nuestra vida espiritual. Un obstáculo aquí puede ser a veces nuestra pereza espiritual, que nos impide percibir y aprovechar todos estos regalos como correspondería, y crecer así en la confianza.
Ésta se vuelve existencial cuando se trata de cargar una pesada cruz, sea la que fuere. Aquí se nos exige otro grado de confianza, que, en medio de la noche oscura, se nutre sólo de la luz de la fe. Pero es precisamente aquí donde se nos abre la posibilidad de que la confianza se asiente en lo más profundo de nuestra alma, dependiendo de qué tan pesada sea nuestra cruz y de cómo la sobrellevemos con la ayuda de Dios. En los momentos de tribulación, Dios nunca nos ha abandonado, aunque podamos sentir lo contrario. La confianza nos sostiene en esta oscuridad, y bajo la cruz nace como una luz resplandeciente y una fuerza invencible. Porque si confiamos en Dios hasta en lo más de nuestro ser, ¿qué podrá entonces sucedernos?
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (…) En todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó.” (Rom 8,35.37)