Jn 6,35-40
En aquel tiempo, dijo Jesús a la muchedumbre: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Ésta es la voluntad de mi Padre: que quien vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna, y que yo le resucite el último día.”
Jesús sacia nuestra hambre de verdad y de amor. Es Dios quien ha puesto en nuestra alma el anhelo hacia estos valores fundamentales. Sin la verdad, la vida carece de aquella luz que lo ordena todo; y si no tiene amor, le falta aquella aceptación y seguridad básicas que necesita en su existencia.
Ahora bien, el amor y la verdad no consisten en un simple cumplimiento de ciertas normas de vida, ni en seguir un código preestablecido; aunque éstas tengan su sentido e importancia. El amor y la verdad los hallamos en el encuentro personal con Dios. Se trata del encuentro con el amor mismo, en el cual el hombre experimenta como un volver a casa, pues sólo en el amor de Dios halla su verdadero hogar. Nunca más tendrá hambre, como dice el Señor, ni volverá a tener sed jamás. El alma queda saciada como un niño en el pecho de su madre (cf. Sal 131,2). Cuando recibe el amor de Dios ya no le falta nada, y entonces cesa la inquietud del corazón. La búsqueda del sentido de vida y las preguntas existenciales del hombre encuentran su respuesta definitiva.
En el caso del alimento material, desaparece pronto la saciedad que nos proporciona, y tenemos que volver a buscarlo e ingerirlo. En cambio, cuando hemos encontrado al Señor ya no necesitamos seguir buscando; sino que podemos crecer día a día en su amor. Ciertamente es necesario cultivar este amor y cuidarnos de no herirlo; hemos de renovarlo y profundizarlo; purificarlo y permitir que sea purificado. Pero una vez que lo hemos hallado, hemos llegado a casa, por así decir. El hambre y la sed interior quedan saciados, como nos dice el Señor.
Sin embargo, Jesús ve que algunas personas que se habían encontrado con Él, a pesar de que escuchaban sus palabras y veían sus obras, desde las curaciones y liberaciones hasta la multiplicación de los panes, aún no creían verdaderamente en Él. Esto sigue siendo un misterio, pues Dios quiere que todos los hombres se salven (1Tim 2,4). El Señor lo enfatiza con claridad en el evangelio de hoy: no quiere que ninguno se pierda y que todos alcancen la vida eterna. Ésta es la Voluntad de Dios, y para ello envía a su propio Hijo al mundo.
Nosotros no podemos dar una explicación ante el hecho de que algunos crean y otros no. Pero sí podemos tomar parte en el anhelo de Dios de que todos los hombres comprendan la grandeza de su amor, y también podemos dar testimonio de él. Entonces, no se trata únicamente de luchar por nuestra propia salvación, sino de convertirnos para los demás en un indicio del Reino de Dios. Para ello, debemos vivir verdaderamente como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16).
¡Ojalá nuestra vida fuese tan convincente que las personas no pudieran pasar de largo sin cuestionarse acerca del secreto que está detrás de ella, sin preguntarse qué será lo que nos mueve y sostiene! Ciertamente un testimonio tal tampoco sería una garantía infalible de que las personas encuentren la fe; pero sería al menos un ofrecimiento y un servicio de nuestra parte para los hombres, que podría ayudarles a tener una buena predisposición para un encuentro con Jesús. Y, por supuesto, tenemos la oración, a través de la cual imploramos de todo corazón a Dios por la conversión de las personas.
¡Es el inmenso amor de Dios el que llama al hombre! Y Dios mismo vino al mundo para que este amor sea evidente y palpable para todos. San Francisco de Asís lloraba, lamentándose de que “el amor no es amado”. ¡Hasta tal punto había logrado entender cuánto nos ama Dios!
Jesús mismo es el pan de la vida, y en el maravilloso regalo de la Eucaristía se nos ofrece constantemente, para adentrarnos en el misterio de su amor. Día a día nos extiende esta invitación, y con infinita paciencia nos espera, año tras año, siglo tras siglo, milenio tras milenio… ¡hasta el fin de los tiempos!
¡No lo dejemos esperando en vano!