“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 22,1).
Estas son las palabras del salmo 22 que Jesús pronuncia poco antes de expirar.
Nuestro Padre jamás lo abandonó, pero, puesto que Jesús cargó todo el pecado de este mundo y lo clavó en la Cruz, Dios permitió que experimentara “en carne propia” todo el peso del alejamiento de Dios, ese terrible estado interior de verse excluido del amor y de la verdadera vida, “como los caídos que yacen en el sepulcro” (Sal 87,6).
Jesús sólo pudo soportarlo gracias a la magnitud de su amor al Padre y a nosotros, los hombres. Así, la incondicionalidad del amor divino se contrapone a la desolación y a las tinieblas del pecado. ¡Es este amor el que nos salva! Jesús permanece fiel hasta la muerte a su Padre y a la misión que Él le encomendó.
Así, nuestro Padre, a través de su Hijo, cargó este enorme peso por nosotros. ¡Sólo Él, que estaba libre de pecado, podía salvarnos! Sólo el amor del Padre, que llegó hasta el extremo en la Pasión de su Hijo, pudo atravesar la tremenda oscuridad y transformarla en luz resplandeciente.
Y esta palabra que Jesús exclama desde la Cruz no es la única; sino que incluso es superada por la última que el Salvador pronuncia: “Todo está cumplido” (Jn 19,30).
Con la mirada puesta en el Padre, Jesús atravesó esta oscuridad y nos arrebató de las garras del príncipe de las tinieblas. Su amor es más grande que todo el odio; más poderoso que todo el dominio del mal; más brillante que mil soles…
Es precisamente en la Cruz –en la mayor oscuridad– donde el amor de nuestro Padre resplandece con tal intensidad que quedan cegados todos aquellos que han cerrado su corazón al amor, hasta que, después de todo, la misericordia del Salvador termina alcanzándolos.