“Dios mío, te has acordado de mí y no has abandonado a los que te aman” (Dan 14,38).
Estas fueron las palabras pronunciadas por Daniel cuando estaba en el foso de los leones y el Profeta Habacuc le llevó comida ayudado por un ángel de Dios. Por orden del Señor, los leones no le hicieron daño alguno.
¿Es sólo una bonita historia del Antiguo Testamento para afianzar nuestra confianza en Dios? Pero algo similar le sucedió a Santa Martina de Roma: tampoco a ella le hicieron daño los leones que debían devorarla, porque nada es imposible para Dios.
En su carta, San Pedro también hace alusión al “león”: “Vuestro adversario, el diablo, como un león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe” (1Pe 5,8-9a).
Ya sea que nos veamos amenazados por leones físicos o espirituales, el Señor no abandona a los que le aman. Por grande que sea el peligro y parezca no haber salida, aunque rugientes leones y víboras venenosas merodeen a nuestro alrededor y nos hagan la guerra, el Señor nunca nos abandonará. Él siempre nos mostrará una salida, sea cual sea. Esta debe ser nuestra fe, firme como una roca.
Daniel tuvo que afrontar muchos peligros. Querían seducirle a la idolatría. Pero él confió en el Señor y le guardó fidelidad. Finalmente, cuando el rey Ciro el Persa vio que Daniel estaba intacto en la fosa de los leones, comprendió y exclamó a voz en grito: “Qué grande eres, Señor, ¡Dios de Daniel! No hay más dios que tú” (Dan 14,41).
Nuestro Padre quiere que escuchemos estas palabras para que en todas las situaciones de la vida confiemos en él y digamos junto con Daniel: “Dios mío, te has acordado de mí”. ¡Porque así es!
Siempre estamos bajo la amorosa mirada de nuestro Padre y todas nuestras sendas le son familiares (Sal 138,3). Él cuida de nosotros.