DIOS ES NUESTRA VERDADERA RECOMPENSA

 

“Quien ame a Dios no buscará otra recompensa para su amor que no sea el mismo Dios. Si espera otra cosa, no ama a Dios, sino aquello que espera conseguir” (San Bernardo de Claraval).

Son palabras sabias de san Bernardo que nos invitan a hacer que nuestro amor a Dios se vuelva cada vez más puro.

Aunque el Señor no nos prive de modo alguno de la recompensa —más bien, nos la asegura una y otra vez en el Evangelio (cf. p.ej. Mt 10,42)—, cuando el amor por Dios se ha despertado, siempre lo buscaremos primero a Él, olvidando la recompensa esperada o, al menos, poniéndola en un segundo plano.

El Padre mismo y su amor son nuestra meta para el tiempo y la eternidad, y la verdadera recompensa que nadie podrá quitarnos después de haber completado nuestra carrera en su gracia.

Si seguimos conscientemente a nuestro Señor, ya habremos tomado la decisión de buscarle en todo y no colocar la recompensa en primer plano.

Pero, a lo largo del camino espiritual, nuestro amor se vuelve cada vez más fuerte y refinado. Atraviesa toda manifestación oculta del amor propio, que obstaculiza el despliegue del verdadero amor. En este amor propio se hace presente un cierto reclamo y un «derecho a la recompensa», aunque tal vez no seamos muy conscientes de ello. Puede que no sea tan evidente, pero esta actitud solo se disolverá por completo cuando entreguemos nuestra vida a Dios sin reservas, día a día, y nos volvamos cada vez más conscientes de su amor.

Podemos pedirle al Espíritu del Señor, como exclama la secuencia de Pentecostés, que «penetre hasta el fondo del alma» y limpie todo lo que se interpone al crecimiento del amor. Sin duda, el Señor escuchará esta plegaria y nuestro amor por Él se volverá cada vez más profundo, y nuestra receptividad a su amor se hará más grande.