Con la meditación del día de hoy, retornamos al marco acostumbrado de las reflexiones bíblicas, con las cuales continuaré mientras Dios me permita realizar este valioso servicio. Quiero agradecer de corazón por los numerosos correos que nos llegaron después de las meditaciones sobre Dios Padre y la Virgen María. Aún estamos en el proceso de elaborar una lista con las personas que nos han escrito expresando su deseo de cooperar con nosotros en la “obra de amor” del Padre Celestial. Una vez que lo hayamos terminado, daremos una que otra pauta sobre cómo podrían unirse aún más a nosotros para la glorificación del Padre. Les pedimos un poco de paciencia hasta que nos pongamos en contacto con ustedes… Mientras tanto, les invito a seguir las meditaciones diarias. Espero que éstas ayuden a todos los oyentes a encontrar en estos tiempos confusos una clara orientación, que nos es dada en la Sagrada Escritura, en la auténtica doctrina de la Iglesia y en la sana enseñanza espiritual.
Escuchemos, entonces, el evangelio de hoy:
Mt 20,1-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: “En efecto, el Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Tras ajustarse con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió luego hacia la hora tercia y, al ver a otros que estaban en la plaza parados, les dijo: ‘Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo.’ Ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona, e hizo lo mismo. Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, les dijo: ‘¿Por qué estáis aquí todo el día parados?’ Le respondieron: ‘Es que nadie nos ha contratado’. Dijo él: ‘Id también vosotros a la viña’. Al atardecer, dijo el dueño de la viña a su administrador: ‘Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros.’ Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaron que cobrarían más; sin embargo, también ellos cobraron un denario cada uno. Tras cobrarlo, se quejaron con el propietario; le dijeron: ‘Estos últimos no han trabajado más que una hora, y resulta que les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y del calor.’ Pero él contestó a uno de ellos: ‘Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?’ Así, los últimos serán primeros, y los primeros, últimos.”
A primera vista, puede a veces parecernos bastante incomprensible la forma de actuar de Dios, conforme a nuestros criterios humanos. Así, fácilmente puede ocurrirnos que le daríamos la razón a aquellos que, después de un arduo trabajo, esperaban una recompensa mayor a la de aquellos que apenas llevaban una hora trabajando. Ciertamente también consideraríamos que hubiera sido justo un mayor salario para los primeros. Sin embargo, eso no sería más que aplicar nuestra lógica humana a la realidad del Reino de Dios. ¡Y precisamente eso es lo que el Señor quiere romper con esta parábola!
En este contexto, pienso en un ejemplo concreto… Hay una persona que desde su nacimiento fue católica, y, desde que tiene conciencia, se ha esforzado sinceramente por guardar los mandamientos de Dios y servir al Señor. Cuando acude a la Iglesia, está arrodillado a su lado alguien que apenas hace poco encontró a Dios, después de haber llevado una vida desenfrenada y desordenada. Cuando los fieles son invitados a recibir la comunión, ambos se acercan al reclinatorio; aquel que lleva mucho tiempo trabajando en la viña del Señor, y aquel otro que apenas ha empezado. ¡Y los dos reciben la misma recompensa!
Así podemos entender que, en el Reino de Dios, se trata ante todo del amor. Dios invita a todos a vivir y actuar en este amor. Es el don de su gracia; la gracia de la que todos vivimos: tanto aquellos que desde hace tiempo cooperan con ella, como también aquellos otros que la acogen poco antes de su último suspiro…
El actuar de Dios está dirigido a la salvación del hombre (cf. 1Tim 2,4). Todos sus esfuerzos buscan que el hombre encuentre el camino de regreso a casa, que entre a la Casa del Padre, aunque sea en el último segundo de su vida. Si el hombre acoge la gracia y se convierte a Dios, se salvará.
Por eso no podemos simplemente aplicar al Reino de Dios la lógica que damos por sentada en el “reino de los hombres”. A nosotros se nos promete la vida eterna, si guardamos los mandamientos de Dios y seguimos al Señor (cf. Mt 19,16-21). Y aquí no puede haber envidia si alguien llega al Reino de Dios en el último instante. Al contrario: debería reinar aquella alegría de la que nos habla Jesús en las parábolas; el gozo del Padre al recuperar a su hijo perdido (cf. Lc 15)…
La generosidad de Dios, que incluso al último le permite aún entrar en su Reino, no le quita nada a nuestra recompensa por haber trabajado arduamente para Él. ¡Y es que nuestra recompensa es Dios mismo, a quien todos recibiremos!
En la eternidad ya no habrá envidia. Todos habrán llegado a la perfección. Nadie hará cálculos de todo lo que ha hecho, ni comparará si acaso está en desventaja en relación al otro. Cada uno estará infinitamente agradecido, y alabará a Dios junto con los ángeles y santos, y todos estarán llenos de Él. Y Dios le asignará a cada uno su lugar…
Esta realidad que nos espera ha de impregnar ya nuestra vida terrenal, en la que nuestro corazón, que siempre está en proceso de conversión, ha de conocer cada vez mejor a Dios en su bondad, y ha de dejarse modelar por Él. Entonces ya no examinaremos si lo que nosotros hemos hecho es más grande que el “rendimiento” de los otros, ni creeremos que nos correspondería una mayor recompensa por parte de Dios. Antes bien, nos sentiremos cada vez más dichosos y agraciados, y nos alegraremos y esforzaremos para que también las otras personas conozcan a Dios y vivan como hijos Suyos.