Jer 31,7-9
Así dice el Señor: “Gritad de alegría por Jacob; regocijaos por la capital de las naciones; hacedlo oír con alabanzas y decid: ‘¡Ha salvado Yahvé a su pueblo, al Resto de Israel!’ Voy a traerlos de un país del norte, los recogeré de los confines de la tierra. Entre ellos, el ciego y el cojo, la preñada junto con la parida. Volverá una gran muchedumbre. Se marcharon llorando, pero yo los guiaré entre consuelos, los llevaré junto a arroyos de agua por camino llano, en que no tropiecen. Porque yo soy para Israel un padre, y Efraín es mi primogénito.”
Quien lea el Libro de Jeremías, podrá ser testigo del constante esfuerzo de Dios por Su Pueblo y de cómo éste se aleja frecuentemente de las instrucciones de Dios, incluido sus reyes. Entonces, los israelitas tuvieron que cargar las consecuencias.
El texto de consuelo que hoy hemos escuchado, nos muestra cuál es la verdadera intención del “Padre de Israel”. ¡Él quiere la salvación para los hombres, y no la desgracia! Son ellos mismos quienes atraen sobre sí la desgracia a causa de su desobediencia, de la transgresión de los mandamientos de Dios, de la idolatría…
Se podría decir que Dios sigue detrás de sus hijos, aunque ellos le ofendan con el pecado. Esto se refleja en el Profeta Jeremías, quien fue enviado por Dios para consolar a Su Pueblo, a pesar de que éste se haya vuelto apóstata.
En este contexto, quisiera recomendar un libro, que describe ilustrativamente la historia del Profeta Jeremías en forma de novela. El autor es Franz Werfel y la obra se titula: “Escuchad la Voz”.
Este esquema se repite a lo largo de toda la historia de Dios con los hombres, hasta el día de hoy. Nuestro Padre Celestial quiere colmar de beneficios a los hombres, compartirles Sus riquezas y vivir por toda la eternidad en perfecta comunión con ellos. Pero nosotros, los hombres, en nuestra insensatez, a menudo rechazamos este amor, optamos por nuestros propios caminos, nos extraviamos y de muchas maneras caemos en manos de bandidos, habiéndonos dejado seducir por los poderes del Mal.
Sin embargo, Dios nunca cesa de llamarnos e invitarnos a volver a Él. Pero si nosotros cerramos nuestros ojos y oídos, Dios permite que suframos las consecuencias de nuestro actuar. ¡Quizá así despertemos y retornemos a Él, como el hijo pródigo (Lc 15,11-32)! Él, al volver, descubrió que su padre lo había estado esperando anhelante y que, al verlo, “se echó a su cuello y le besó efusivamente” (v. 20b).
También esta realidad sigue vigente hoy en día, y creo que podemos aplicarla muy bien a la “plaga” que estamos viviendo actualmente. Muchas personas van por caminos equivocados, porque no obedecen a los mandamientos de Dios. Los gobiernos están desviándose terriblemente. La cultura de la muerte –o, mejor dicho, los atentados satánicos contra la vida de los hombres– se están extendiendo. Incluso la Iglesia, en sus líderes, no se está mostrando como aquella roca que resiste a las tormentas; sino que se adapta al espíritu del mundo e incluso coopera con él.
Entonces, Dios permite una “plaga”, para que las personas vuelvan a lo esencial; vuelvan a Él. Es un llamado a la conversión, a que las personas ordenen su vida ante el Señor y no se contaminen con ídolos de diversa índole. Si esto sucede, también cuentan para nosotros estas maravillosas palabras de la lectura de hoy: “Los llevaré junto a arroyos de agua por camino llano, en que no tropiecen.”
Si nos fijamos en nosotros mismos, los hombres, podríamos a veces perder la esperanza. ¡Cuántas veces el amor de Dios es rechazado: cada día, cada hora, una y otra vez! ¡Es una tragedia! Muchas veces ni siquiera las reprensiones bastan; sino que fácilmente volvemos a ser víctimas de nuestras malas inclinaciones.
Pero en este “valle de lágrimas” cae una luz infinitamente grande: ¡es el amor de nuestro Padre Celestial! Esta luz supera a todas las tinieblas.
Frente a la infidelidad de Israel, frente a la infidelidad de la humanidad –aunque siempre se encontraba un remanente fiel, aunque fuese una sola persona–, el amor de Dios resplandece aún más. En el sacrificio de la Cruz del Hijo de Dios, lo supera todo, mostrándonos hasta dónde llega Su amor. Por eso queda esperanza, también en estos tiempos oscuros de un mundo envuelto en toda esta situación absurda del coronavirus. ¡Dios es nuestra esperanza! Si nosotros estamos dispuestos, Él nos guiará a través de esta oscuridad, nos llevará de regreso a casa y nos cobijará en Su Corazón. ¡Allí encontraremos nuestro hogar para siempre!