1Cor 1,26-31 (Lectura correspondiente a la memoria de San Vicente de Paúl)
Considerad, hermanos, vuestra vocación; porque no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios. De Él os viene que estéis en Cristo Jesús, a quien Dios hizo para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, para que, como está escrito: ‘El que se gloría, que se gloríe en el Señor’.
¡Ningún mortal ha de gloriarse ante Dios!
¡Cuán arraigada está en el hombre la tentación de creerse grande, sin percatarse de que todo viene de Dios! Incluso los discípulos, que estaban tan cerca del Señor, de Aquél que es realmente grande, discutían entre sí sobre quién era el mayor de entre ellos (cf. Mc 9,33-34).
San Pablo conoce bien esta tentación. De hecho, él mismo era un letrado y conocedor de las Escrituras, tanto así que San Pedro, el sencillo pescador, dice que en sus cartas hay “cosas difíciles de entender” (2Pe 3,16). El Señor puso entonces un “guardia” para que Pablo no caiga en soberbia: es un “aguijón en la carne”, un “ángel de Satanás” –como él mismo lo llama–, que lo abofetea y del cual no puede deshacerse (2Cor 12,7-9). Así, el Señor lo preserva de la mayor tentación: el orgullo.
En este sentido, San Pablo nos habla hoy en términos claros sobre cuán importante es para el Señor que nosotros cobremos consciencia de que todo lo bueno procede de Él. La realidad de las vocaciones es una muestra de ello: son a menudo personas sencillas, que no cuentan mucho a los ojos del mundo; y no las que pueden gloriarse de pertenecer a un noble linaje, ni hombres poderosos con grandes posesiones. Hoy en día podríamos decir que no son las grandes “estrellas”, ni las brillantes personalidades del mundo de la política y de las finanzas quienes testifican a Cristo.
No es tan sencillo vencer el orgullo. La Sagrada Escritura nos señala como remedio el servicio: “El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35). Y la lectura de hoy nos dice: “El que se gloría, que se gloríe en el Señor”.
En efecto, cuando uno sirve tiene en vista el bien de la otra persona, y así se va desprendiendo de aquella tendencia a girar constantemente en torno a uno mismo. Además, en el servicio imitamos al Señor, quien vino al mundo a servirnos a nosotros, los hombres (Mt 20,28). Es por eso que en el servicio radica la verdadera grandeza. Y la ambición de ser grande no es mala en sí misma. Lo que está mal es pretender ser grande por uno mismo, lo cual fue la tentación originaria de Lucifer. Sin darse cuenta, las personas pierden credibilidad cuando quieren ser grandes por sí mismas, cuando se engalanan con todo lo que han logrado y quieren seguir alcanzando grandes metas a partir de sí mismas. Cuando esto sucede, viven al margen de la realidad más profunda, que debería mostrarles de múltiples maneras que todo procede de Dios.
Si el gloriarse ante los hombres es algo extraño, por no decir ridículo; tanto más lo es el gloriarse ante Dios. Es profundamente absurdo “enlistar” ante Dios todas las “hazañas heroicas” que hemos realizado. En cambio, atribuirle a Dios el honor de nuestras obras es veraz, porque “sin mí nada podéis hacer” –nos enseña Jesús sin ambages (Jn 15,5b).
Sin embargo, esta actitud no debería tener nada de artificial, como si nosotros seríamos una especia de “médium” o un mero instrumento que Dios utiliza, sin que realmente importe nuestra contribución; como si seríamos sólo una pieza en el engranaje, que sencillamente puede ser reemplazada. ¡No! Todos nosotros estamos llamados a hacer nuestra parte para que la obra tenga éxito. En una de Sus parábolas, el Señor incluso nos exhorta a hacer uso y multiplicar los talentos que nos fueron confiados (Mt 25,14-30). Pero, al mismo tiempo, debemos siempre recordar que aun los dones y habilidades naturales tienen su origen en Dios, y que es Él quien nos sostiene, más allá de nuestra buena voluntad, para que podamos realizar lo que nos ha sido encomendado.
Para terminar, escuchemos unas cuantas palabras sobre el santo a quien hoy conmemoramos: San Vicente de Paúl.
San Vicente siempre hacía “solamente” lo necesario; es decir, aquello que, conforme a la situación, veía que era la Voluntad de Dios. No escribió libros ni obró milagros, pero fue humilde y fiel; grande en su sencillez. Y si le preguntaríamos cómo resultó ser fundador de la comunidad de los lazaristas y de las vicentinas, probablemente nos respondería que él solamente hizo aquello que entendía que era la Voluntad de Dios, y eso con la ayuda de Dios. ¡Sin duda, le atribuiría la gloria al Señor!