Mi 7,14-15.18-20
Apacienta a tu pueblo con tu cayado, el rebaño de tu heredad, que vive solitario en el bosque, en medio de un vergel. Que pasten en Basán y en Galaad como en los tiempos antiguos. Como cuando saliste del país de Egipto, haznos ver prodigios. ¿Qué Dios hay como tú, que perdone el pecado y absuelva al resto de su heredad? No mantendrá para siempre su cólera, pues ama la misericordia; volverá a compadecerse de nosotros, destruirá nuestras culpas y arrojará al fondo del mar todos nuestros pecados. Y mantendrás tu fidelidad a Jacob, y tu amor a Abrahán, como juraste a nuestros antepasados, desde los días de antaño.
En este texto, resuena la nostalgia que el pueblo tiene de Dios. Le implora que Él vuelva a poner en su orden todo lo que quedó destruido a causa de su pecado. Ahora, son ellos los que se sienten como ovejas solitarias, en medio de un vergel, sin hallar pastos. Dios permitió que sintieran las consecuencias de su obrar, para que se convirtieran y volvieran a Él.
La oración que pronuncia el profeta en esta lectura, nos enseña que ni siquiera en estas condiciones se pierde la plena confianza en la bondad de Dios. En este texto, escuchamos cosas esenciales sobre el Señor, que no expresan solamente el deseo de un corazón deshecho; sino que es la verdad sobre el Ser de Dios.
¡Dios ama la misericordia! ¡Qué afirmación tan profunda!
No es que Dios sea compasivo solamente porque es la única alternativa que le queda para rescatar al hombre de su miseria y de su culpa. ¡No! Dios es compasivo, porque la misericordia brota de su amor paternal, y la ofrece gustosamente a todos los hombres.
Podríamos decir que el Señor está velando a toda hora, movido por el amor, en espera del momento en que el hombre esté dispuesto a acoger su gracia, en espera de poder colmarlo con su plenitud. No nos referimos primeramente a los bienes materiales, que no son capaces de llenar nuestra alma; sino a los bienes espirituales, que son los que nos traen verdadera paz y felicidad, y dejan al alma recogida en su Señor.
¡Dios ama la misericordia! Y puesto que es así, nos ha enviado al Hijo de toda clemencia, y, a través de Él, nos ha abierto las puertas del cielo. Ahora, los pecados son arrojados al fondo del mar y en la sangre del Cordero quedamos purificados de toda mancha. Ya no estamos bajo la ira de Dios; sino, en Jesús, estamos bajo su compasión. ¡El año de gracia del Señor se ha inaugurado para toda la humanidad!
¡Dios ama la misericordia! El mayor pecador puede volver a casa al seno del Padre, si acoge el ofrecimiento de Su gracia. Las personas pueden acudir a Él con graves culpas, con cargas que ellas mismas no pueden soportar y que las aplastan. Pueden venir a Él hasta el último instante de sus vidas: el Señor los está esperando, porque Él ama la misericordia.
Y ahora, viendo este infinito amor de Dios, ¿qué podemos nosotros hacer por Él y por los hombres?
Los hombres han de recibir el anuncio de este amor de nuestro Padre, a través de nuestras palabras, de nuestras obras y de todo nuestro ser. Nuestro Padre busca personas que lo acojan, para poder colmarlas plenamente con Su gracia. No es que no importe a quién Él envía. Tal vez sea precisamente nuestra tarea, el llevar Su amor a tal o cual situación en la que se encuentra una persona. ¡Cuántos aún no conocen su amor, o no lo conocen lo suficiente, o lo han olvidado! ¡Cuántos viven en la oscuridad!
Allí donde está el Señor, no puede darse cabida a la desesperación, por más difíciles que sean las circunstancias.
Puesto que hemos recibido la gracia de la fe, ¿no sería justo, para corresponder a Su amor, que nos convirtamos en vasijas de Su gracia y de Su misericordia?
Cuanto más puro se vuelva nuestro corazón, y cuanto más le pidamos al Espíritu Santo que quite todo aquello que obstaculiza el amor de Dios en nosotros, tanto más podrá actuar la gracia de Dios a través de nuestra vida, siempre y en todas partes.