“Bienaventurados los que sin haber visto hayan creído” (Jn 20,29).
A nosotros, los hombres, no nos resulta tan fácil emprender el camino de la pura fe, porque normalmente queremos captar la realidad a través de los sentidos. Un mundo inclinado a lo material tiende a aceptar solamente aquello que es capaz de comprender.
Sin embargo, la fe es una brillante luz en esta oscuridad, y nos será atribuida como gran mérito. La verdadera fe requiere de la confianza, para aferrarse a la verdad que se comunica a nuestro espíritu a través de la Sagrada Escritura, la doctrina de la Iglesia y de otras maneras. La seguridad que resulta de la fe es de otro nivel que la de la experiencia. Si no limitamos la fe simplemente a una “convicción de las verdades doctrinales”, entonces ella abrirá nuestro corazón para Aquel que nos trae la Buena Nueva. Le permitirá entrar en nuestra alma, y, junto con Él, todo aquello que nos anuncia. Surge así una relación viva, una relación de amor. De ahí nos viene una seguridad interior que no depende primordialmente del conocimiento.
A este respecto nos dice el Padre en el Mensaje:
“Aunque no me veáis, ¿no me sentís acaso muy cerca de vosotros, por los acontecimientos que suceden en vosotros y a vuestro alrededor? ¡Qué meritorio será un día para vosotros haberme creído sin haberme visto!”
Aquí nuestro Padre nos muestra la fe en su dimensión más personal. Él estará agradecido si nos “arriesgamos” a creer y escuchamos su voz aun sin verlo. Este “espejo borroso de la fe” (cf. 1Cor 13,12) es, al mismo tiempo, la estrella brillante que nos ilumina y nos permite entrar desde ya en una auténtica relación con Dios. Así, aun sin ver, caminamos en la seguridad de la confianza.