DICHOSA DEPENDENCIA

“Vengo de Dios, mi Padre, y a Él vuelvo, pues sólo a Él le pertenezco” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).

¡Qué profunda certeza, qué seguridad puede entrar en nuestras vidas si, siguiendo la sugerencia de nuestro Padre en su Mensaje, repetimos estas palabras en nuestro corazón! Expresan una sencilla y maravillosa verdad. Al pronunciarlas, nos situamos en esta verdad y reconocemos nuestra dependencia del Padre. En efecto, es como dice Jesús en el Evangelio: “Sin mí nada podéis hacer” (Jn 15,5).

A la soberbia humana puede resultarle difícil asimilarlo, pero entonces hay un gran malentendido. La dependencia de Dios es nuestra mayor dicha, porque es una condición de amor y comunión con nuestro Padre, y de ninguna manera un estado carente de libertad. ¡Cuántas personas caen en la esclavitud y en el error debido a un falso concepto de libertad!

En la Sagrada Escritura, en cambio, Dios nos asegura: “Antes de haberte formado en el vientre, te conocía; antes que nacieses, te había consagrado” (Jer 1,5).

Dios ha preparado nuestros caminos. A nosotros nos corresponde ahora encontrar la pista y caminar en la senda que Él nos ha trazado. Dios nunca se apartó del camino con nosotros, mientras que nosotros, los hombres, nos extraviamos con frecuencia. Sin embargo, podemos encontrarlo de nuevo, pues conocemos la meta: ¡volvemos a nuestro Padre!

¿Y todas las tentaciones que se presentan en el camino, tanto interiores como exteriores, que quieren desviarnos?

¡Nosotros somos propiedad de Dios! Con esta afirmación podemos contrarrestar toda reclamación contra nosotros que quiera confundirnos. Invoquemos simplemente su Nombre y dejemos en claro al “acusador” que Dios, nuestro Padre, vela sobre nosotros y que somos propiedad suya. Entonces los poderes enemigos, vengan de donde vengan, de dentro o de fuera, tendrán que ceder.