«Lo mejor y lo más maravilloso que puedes lograr en esta vida es callar y dejar que sea Dios quien actúe y hable» (Maestro Eckhart).
El silencio tiene un valor y una grandeza en sí mismo, siempre y cuando no sea esa mudez que puede surgir del miedo y los respetos humanos. Al saber callar, sustrayéndonos a la tendencia a comunicarlo y comentarlo todo, aprendemos a aceptar las circunstancias dadas, a ponderarlas más profundamente y a afrontarlas con mayor reflexión previa. Así, escapamos del dinamismo de un mundo acelerado, que trae consigo demasiada inquietud y una lógica de «acción-reacción» en la que se actúa con precipitación.
Como aconseja el apóstol Santiago: «Que cada uno sea diligente para escuchar, lento para hablar» (St 1, 19).
El Maestro Eckhart va aún más allá en sus reflexiones, queriendo que, ante todo, sea el Padre Celestial quien encuentre cabida en él. Guardamos silencio para que Dios pueda comunicársenos y sepamos identificar mejor su voz. Guardamos silencio para que Dios no solo se comunique a nosotros, sino también a otras personas a través de nosotros. Cuanto más refrenemos nuestro impulso humano de hablar, más podrá Dios impregnarnos. Entonces, nuestro hablar y nuestro actuar quedan iluminados por su luz.
Para nuestro Padre será una alegría encontrarnos en esta actitud de escucha. Así como en el ámbito humano se nos torna mucho más fácil la comunicación cuando la otra persona realmente escucha lo que queremos transmitirle y no nos interrumpe constantemente con comentarios que nos alejan del tema, así sucede también con Dios. Cuando encuentra un alma que le escucha, le resulta fácil instruirla, guiarla y establecer su obra de amor a través de ella en el mundo.