“¡No me neguéis esta alegría que deseo gustar en medio de vosotros! Yo os lo devolveré al ciento por uno, y así como vosotros me honraréis, también yo os honraré, preparándoos una gran gloria en mi Reino” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
Es tan fácil alegrar a nuestro Padre Celestial y vivir así nosotros mismos en alegría. Además, es lo que corresponde a nuestra destinación más profunda: vivir simplemente como sus amados hijos y abrirle siempre a nuestro Padre las puertas de nuestro corazón, para que pueda entrar y permanecer allí en todo momento.
Podemos expresarlo de forma muy sencilla: se trata simplemente de dejarle a nuestro Padre ejercer su paternidad, especialmente para con los “hijos de su amor”. Con este nombre, se refiere a los sacerdotes y religiosos, pero se extiende a todos aquellos que corresponden a su amor.
¿Qué hará entonces nuestro Padre? Nos concederá verdadera paz ya en el tiempo de nuestra vida terrenal y nos honrará al permitirnos cooperar en su obra de amor. Pero al Padre no le basta con retribuirnos ya aquí en la Tierra; sino que en la eternidad nos devolverá “al ciento por uno” todo lo que hayamos hecho por Él y nos honrará.
Es profundamente absurdo que, en lugar de procurar la gloria de Dios, queramos ser grandes ante los hombres. De este modo, nos privamos a nosotros mismos del privilegio de ser honrados directamente por Dios, y además privamos a nuestro Padre de la alegría de honrarnos.
Por otra parte, no debemos pasar por alto la promesa de nuestro Padre de que nos preparará una gran gloria en la eternidad. Pensemos, por ejemplo, en los apóstoles y en los santos. Su memoria es honrada por la Iglesia y nunca caerán en olvido.
Del mismo modo sucede en la memoria de Dios. Él nunca olvidará ni lo más mínimo que hayamos hecho por alegrar a nuestro Padre y permitirle colmarnos con su amor y honrarnos. En la eternidad nos espera entonces la inconmensurable dicha de recibir todo lo que el Padre ha dispuesto para nosotros y de vivir para siempre en su presencia.