“No os sobrecarguéis ni os aquejéis con preocupaciones innecesarias. ¡Dejad que yo me ocupe de todo! Os quiero totalmente puros y sinceros, caminando de la mano del Padre como niños, sin preocuparos de qué será mañana” (Palabra interior).
La despreocupación –que no debe confundirse con la ingenuidad o falta de responsabilidad– se cimienta sobre la confianza en Dios y confiere un resplandor especial al camino de seguimiento de Cristo. A menudo va de la mano con una cierta alegría y serenidad, que ni aun en las situaciones más difíciles se desvanece.
“No os preocupéis por vuestra vida, pensando qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, discurriendo con qué os vestiréis (…). Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros, pero vuestro Padre Celestial las alimenta” (Mt 6,25-26).
El Señor nos invita a entregar en manos de nuestro Padre todas las preocupaciones por nuestra vida. Él quiere que vivamos seguros de su bondad paternal y que nos centremos en ella. Por tanto, toda nuestra vida está en sus manos, y no hace falta recargar el futuro con nuestras preocupaciones y temores. Esto significa que debemos soltar interiormente todas esas preocupaciones, pero no en una actitud de resignación, como si no pudiésemos afrontar las dificultades; sino con la certeza de que todo lo que nos sobrevenga tiene ya una solución en el Corazón del Padre.
Si vamos adquiriendo una actitud tal, crecerán en nuestra vida la pureza y la sinceridad. Así, el centro de atención de nuestro ser se enfoca en el Señor. Cuanto más nos ponemos en sus manos, tanto más cabida le daremos a su presencia en nosotros y su Espíritu podrá modelarnos.
Nuestra oración podría ser: “Padre mío, eres Tú quien tiene todo en sus manos. Eres Tú, amado Padre, quien conoce el día de mañana. Yo sólo sé que Tú me lo concedes para amarte y dejarme amar por ti, y en esto quiero enfocarme.”
Si vivimos como el Señor nos invita a hacerlo, Dios podrá quitarle al espíritu de preocupación su influjo sobre nuestras almas, para que éste no pueda dominarnos. Él nos ofrece su mano y, con ella, la certeza de su amor. Así se disiparán las oscuras sombras de la preocupación y una confiada serenidad podrá penetrar en nuestra vida, brotando de la alegría en Dios y haciendo realidad lo que el Padre nos aconseja: “¡Deja que yo me ocupe de todo!”