“¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no le reconoció a él” (1Jn 3,1).
Como hijos de Dios, no quedamos exonerados de participar en el sufrimiento de nuestro Padre porque los hombres a menudo no lo conocen y desconocen su amor por ellos; el sufrimiento por percibir las tinieblas que aún se ciernen sobre una parte de la humanidad.
Mientras que un porcentaje considerable de la humanidad no ha recibido aún el verdadero anuncio de Cristo y una gran parte está implicada en religiones que tienen una imagen imperfecta o distorsionada de Dios y no pueden llegar a Él por sí mismas, hay otro porcentaje que no puede practicar libremente la santa fe. Pero el mayor sufrimiento para nuestro Padre lo causan ciertamente aquellos que conocieron el Evangelio, pero no echó raíces en ellos, de manera que viven lejos de sus preceptos.
Ahora bien, si el mundo no reconoce a Dios, tampoco reconocerá a sus hijos. Ellos seguirán siendo incomprensibles para los hombres en su amor por Dios, aunque sean precisamente ellos quienes den testimonio de la existencia y la bondad de nuestro Padre.
¿Esto significa que debemos rendirnos y decaer en nuestros esfuerzos?
Para responder a esta pregunta, fijémonos en el ejemplo que el Padre mismo nos da en el Mensaje a la Madre Eugenia cuando dice:
“¿Me reconocerán los hombres? ¿Me escucharán? Para mí nada del futuro estaba escondido; así que a estas dos preguntas me respondí Yo mismo: ‘Aun estando cerca de mí, ignorarán mi presencia. En mi Hijo me maltratarán, a pesar de todo el bien que les hará. En mi Hijo me calumniarán y me crucificarán para matarme’. Pero, ¿me detendré por esto? ¡No, mi amor por mis hijos, los hombres, es demasiado grande! No me rendí.”
Si así trataron al Maestro, también les espera lo mismo a sus discípulos (cf. Mt 10,24-25). Pero éstos no se rinden porque el amor de Dios es demasiado grande. ¡Esto los caracteriza como verdaderos hijos de Dios!