DARLO TODO POR EL AMOR

“Haré de tu corazón un trono de mi gloria y de mi misericordia” (Palabra interior).

Estas palabras se dirigen a todos aquellos que han entregado su corazón a nuestro Padre Celestial y añoran pertenecerle entera e indivisamente; a todos aquellos que se han puesto en camino y no vuelven a mirar atrás; a todos aquellos que han dejado las “cebollas de Egipto” y seguido las palabras: “Olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza” (Sal 44,11b-12a).

¿No se da todo por el amor? ¿Hay un amor más grande que el que procede de Aquél que es el amor mismo (1Jn 4,8)? ¿Y qué hace el Amado una vez que le hemos entregado nuestro corazón? Sucede precisamente lo que dice en las palabras iniciales: Nuestro corazón se convierte en un trono en el que se establece el Santo y ejerce su suave dominio.

Entonces el Padre Celestial toma el lugar que le es debido y siempre le ha correspondido en nuestro corazón. Ésta es la morada que Él busca, como lo expresa en el Mensaje a la Madre Eugenia: “Buscad almas que se dediquen desinteresadamente a mi glorificación y que me ofrezcan de buena gana el sitio de mi descanso [en el corazón de mis criaturas].”

En realidad, lo que sucede entonces es lo más normal, lo que Dios dispuso desde toda la eternidad y que, sin embargo, no sucede tan frecuentemente como su amor lo desearía: El hombre reconoce a su Creador como Padre, se enciende en amor por Él y su Padre Celestial se une a él.

Por la inhabitación de la Santísima Trinidad, el corazón del hombre se convierte en un templo de su gloria y de su misericordia, que ha de llegar a las personas. Es el amor de Dios el que transforma por completo nuestro corazón para que Él pueda permanecer siempre en él.

¿Y nosotros? Ya hemos llegado a casa y, no obstante, seguimos estando en camino, hasta que esta unión de amor con Dios llegue a su plenitud en la eternidad, sin perturbación alguna. ¡Qué perspectiva!

¿No vale la pena darlo todo por el amor?