Dt 4,1.5-9
Moisés habló al pueblo, diciendo: “Ahora, Israel, escucha los preceptos y las normas que yo os enseño, para que las pongáis en práctica, a fin de que viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que os da Yahvé, Dios de vuestros padres. Mirad: como Yahvé mi Dios me ha mandado, yo os enseño preceptos y normas, para que los pongáis en práctica en la tierra en la que vais a entrar para tomar posesión de ella.
“Guardadlos y practicadlos, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los demás pueblos, los cuales, cuando tengan noticia de todos estos preceptos, dirán: ‘Ciertamente esta nación es un pueblo sabio e inteligente.’ Porque, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que lo invocamos? Y ¿qué nación hay tan grande cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy? Pero ten cuidado y guárdate bien de olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto, ni dejes que se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida; enséñaselas a tus hijos y a tus nietos.”
A pesar de que el Pueblo de la Antigua Alianza no recibió el encargo concreto de misionar, sí debían dar testimonio de la grandeza de Dios a través de su existencia. Este testimonio, a su vez, dependería de la fidelidad con que guarden los preceptos, pues sólo así la bendición de Dios estaría sobre ellos, quedando de manifiesto ante las demás naciones: “¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que lo invocamos? Y ¿qué nación hay tan grande cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?”
El Pueblo de la Antigua Alianza debía mostrarse convincente para los otros pueblos, por su obediencia y cercanía a Dios. A estas palabras se añade la advertencia de no olvidar jamás lo que el Pueblo ya había vivido con Dios, sabiendo con cuánta facilidad caen en olvido los prodigios que Él ha obrado.
Esta última advertencia está muy presente en mi memoria, desde la época en que rezaba cada mañana en el Gólgotha en Jerusalén. A partir de una cierta hora, venían los grupos de peregrinos que celebraban la Santa Misa con un determinado formulario. Así, escuché incontables veces y en muchos idiomas lo que se repetía en el salmo responsorial: “¡No olvidéis las hazañas del Señor! Do not forget the works of the Lord!” ¡Cuán importante es esto para todos nosotros!
En su exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, el Papa Pablo VI habla de que el cristiano debe dar testimonio con su ser. Este testimonio puede darlo cualquiera, aun si no está llamado a proclamar la palabra. Podríamos hablar de la “evangelización a través del ser”.
¿A qué se refiere este término? A lo largo del seguimiento de Cristo, bajo el influjo del Espíritu Santo, la persona se va transformando. Van creciendo en ella los frutos del Espíritu: el amor, la alegría, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre, el dominio de sí (cf. Gal 5,22-23).
Esta expresión del ser del cristiano es convincente. Las otras personas notarán estos frutos del Espíritu que crecen en él. Tomemos solo uno de ellos para ejemplificar: la alegría.
No se refiere a una alegría meramente natural, sino a una alegría espiritual. El apóstol San Pablo habla de la “alegría en el Señor” (cf. Fil 4,4). Este fruto crece a partir del encuentro con Dios y de la unión interior con Él. Entonces, se convierte en un estado interior casi permanente, que se expresa en el encuentro con las personas. Evidentemente ellas percibirán su alegría y les agradará estar en presencia del que posee este fruto. Tal vez también se pregunten de dónde procede su gozo; y así aparece la oportunidad de dar testimonio de la fe.
Lo mismo sucedería también con los otros frutos del Espíritu Santo. En ellos resplandece el testimonio de la vida cristiana, pues son la evidencia de que el Espíritu de Dios realmente obra en la persona que le permite actuar.
Aquí podemos trazar un paralelismo con la lectura de hoy. Aun si, debido a ciertas circunstancias, no podamos anunciar el Evangelio en palabras, sí que podemos dar testimonio del amor de Dios a través de las obras y de todo nuestro ser como cristianos.
Entonces, si el Pueblo de Israel dio testimonio de Dios a través de la fidelidad a Él y a sus sabios mandatos, el pueblo de la Nueva Alianza puede dar un atrayente testimonio de la presencia de Dios, poniendo en práctica el seguimiento de Cristo y permitiendo que se desplieguen los dones del Espíritu.