2Cor 9,6-10
El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra generosamente, generosamente cosechará. Cada uno dé como haya decidido su conciencia: no a disgusto ni por compromiso; porque al que da de buena gana lo ama Dios. Tiene Dios poder para colmaros de toda clase de favores, de modo que, teniendo siempre lo suficiente, os sobre para obras buenas. Como dice la Escritura: «Reparte limosna a los pobres, su justicia es constante, sin falta.» El que proporciona semilla para sembrar y pan para comer os proporcionará y aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra justicia.
La generosidad hace parte del Ser de Dios, así como lo habíamos visto también en las meditaciones sobre Dios Padre. Nosotros no solamente hemos de dar generosamente; sino que también hemos de hacerlo con corazón alegre. Con esta interpelación podemos mirar profundamente el Corazón de Dios, porque el Señor quiere que nos asemejemos a Él. Para ello, es necesario vencer ese corazón nuestro, que a menudo es tan pequeño y estrecho. Con cada gesto del dar, aunque sea a fuerza de negarnos a nosotros mismos, estamos abriendo la puerta para la gracia de Dios, que se nos manifiesta en sobreabundancia. De hecho, Dios no solamente es generoso; sino que Él mismo es la generosidad. Es decir que su ser es dar en abundancia, conceder su amor en abundancia; más aún, en sobreabundancia.
El texto bíblico de hoy no se refiere solamente al compartir de los bienes materiales, que es lo que entendemos con mayor facilidad. La exhortación va mucho más allá de eso; si bien lo implica, porque si no podemos compartir los bienes materiales, difícilmente estaremos dispuestos a compartir con generosidad los bienes espirituales.
Es un asunto del corazón, un asunto del amor… El verdadero amor nos ayuda a trascendernos a nosotros mismos. Pensemos, por ejemplo, en el amor de una buena madre, que está dispuesta a hacerlo todo por su hijo. Ella no estará haciendo los cálculos ni demostrando a toda hora lo que ha hecho por él, sino que simplemente lo hará por amor al niño.
Esta cualidad del amor de Dios ha sido particularmente infundida en la naturaleza de la mujer (por lo que es tanto más desconcertante que se esté proliferando una mentalidad en la que lo “natural” ya no es natural). Pero cuando el amor se vuelve sobrenatural, va aún mucho más allá de este amor natural.
Sí, en esta nueva dimensión el corazón se abre a toda la humanidad. Cuando vemos a los hombres con los ojos de Dios, cuando Su bondad y generosidad llenan cada vez más nuestro corazón, entonces no solamente estaremos preocupados por las necesidades materiales de las personas; sino, aún más, por las espirituales. La preocupación por la salvación de los hombres era el impulso de San Pablo; mientras que, al mismo tiempo, se ocupaba solícitamente por los pobres en Jerusalén. ¡Ambos elementos van de la mano! De hecho, así es como Dios mismo actúa.
En cambio, si notamos que la Iglesia empieza a ocuparse más del bienestar material de las personas que de su salvación eterna, entonces sí hemos de ponernos pensativos y observarlo con reserva. Los discípulos no fueron enviados en primera instancia para llevar a los hombres el pan material ni para resolver asuntos políticos, sino que su generosidad consistía en entregar toda su vida para el anuncio del evangelio. Ellos sembraron generosamente, y, por tanto, cosecharon también generosamente, pues el fruto es la vida eterna y la cercanía de Dios en la eternidad.
Lo decisivo en esta exhortación del Apóstol es la actitud de la generosidad, que es como Dios mismo es. De acuerdo a esta medida, trascendemos la “etiqueta“ que suele estar presente en la sociedad: se calcula lo que se da y está definido qué es lo que hay que dar a cambio.
Con el Señor no sucede así, porque Él da movido por el amor de su corazón y no hace cálculos. Esta actitud debemos aprenderla, de manera que el amor en nuestro corazón se acreciente y nos lleve a esta actitud totalmente distinta. Entonces daremos sin calcular, rezaremos por las personas sin calcular, transmitiremos el evangelio sin calcular, porque la recompensa que nos aguarda es otra: crecer en el amor y estar más cerca de Dios.