«Si el hombre supiera cuánto puede ganar en un solo día, su corazón se ensancharía de alegría en cuanto despertara del sueño, a sabiendas de que ha amanecido un nuevo día en el que puede alabar a Dios y multiplicar su recompensa para gloria suya, y se vería animado y fortalecido a lo largo de todo el día para cuanto tenga que realizar y soportar» (Santa Matilde de Hackeborn).
¡Qué manera tan estupenda de comenzar un nuevo día! ¡Qué remedio tan maravilloso contra la pereza y cualquier estado de ánimo sombrío al despertar!
Para llenarnos de esa motivación en el nuevo día que amanece, lo importante es que elevemos inmediatamente el corazón hacia nuestro Padre Celestial. Es su día, del que nos hace partícipes. Es nuestro día, que queremos vivir para darle alegría.
¡Un nuevo día! A veces, hay que empezar recuperando algo que habíamos desaprovechado o pasado por alto. Pero incluso el hecho de tener la oportunidad de recuperar lo perdido se nos convierte en motivo de alegría. ¡Y cuánto más maravilloso es tener un día por delante para seguir avanzando en una obra que hemos iniciado!
Ahora bien, también podemos considerar el nuevo día como tal. Recordemos la frase de San Charles de Foucauld que meditamos hace algunos días: «No hay un solo instante en nuestra vida en el que no podamos emprender un nuevo rumbo.»
Asimismo, no hay ni un solo día en nuestra vida en el que no podamos hacer realidad el consejo que Santa Matilde nos ofrece en la frase de hoy. La clave está en elevar la mirada hacia nuestro Padre y no dejarnos engullir por el ajetreo de este mundo. Tampoco está mal dejarnos motivar por la recompensa que nos espera. En efecto, esta recompensa es Dios mismo, cuya cercanía podremos gozar ya en esta vida y a plenitud en la eternidad. Si siempre tenemos esto presente y se enciende así una luz en nuestro corazón, entonces la sola dicha de poder vivir un día con esta motivación es ya una gran recompensa.