«Dios tiene en la tierra tanta cabida cuanto el hombre le conceda» (Maestro Eckhart).
En efecto, depende de nosotros hasta qué punto nuestro Padre puede hacerse presente en nuestra vida y regirla en todos sus aspectos: ¿es una vida con Dios o incluso una vida en Dios? Sabemos que nuestro Padre quiere conquistar nuestro corazón y no nos coacciona de ninguna manera; llama a nuestra puerta, y no la abre a la fuerza (cf. Ap 3, 20).
Así se muestra de nuevo la libertad con la que Dios ha dotado al ser humano. El amor no tolera coacción y nadie se atiene más a esta verdad que Dios mismo. Es conmovedor observar cómo el Señor espera día tras día, hora tras hora, hasta que el hombre le deje entrar y se vuelva a Él. Con cada mínima apertura, nuestro Padre está dispuesto a dar en abundancia e incluso agradece a la persona por haberle dejado entrar, cuando en realidad esto es lo más natural.
Pero, ¿qué sucede cuando el hombre le cede un gran espacio a Dios en su corazón y se abre incondicionalmente a su presencia? Torrentes inimaginables de gracia pueden inundarlo y las caricias de Dios lo desbordan. Ahora el Señor puede establecer su santuario en esa alma y permanecer siempre en ella, mientras ella no lo abandone.
Entonces ya no solo vivimos con Dios, sino en Dios. Su presencia impregna todos los ámbitos de nuestra alma y la llena de su amor. ¡Le hemos dado cabida! Cuantas más personas lo hagan, mayor será la presencia de Dios en la Tierra y podrá llegar la verdadera paz.
No es difícil, pues solo se trata de hacer aquello para lo cual Dios, en su bondad, nos creó: lo más natural y esencial. Porque, ¿qué puede haber más natural que entregar nuestro corazón a Aquel que se entregó por nosotros?