Lc 6,36-38
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá.”
¡Nuevamente se nos exhorta a imitar la perfección del Padre Celestial!
La misericordia es tan importante para nosotros en el encuentro con el Señor, pues es ella la que se apiada de toda nuestra miseria moral y de nuestras limitaciones como creaturas, queriendo devolvernos nuestra dignidad de personas. Si Dios no fuera misericordioso, estaríamos perdidos. ¿Cómo podríamos presentarnos a la hora del juicio, si no supiéramos que nuestro Padre es un Juez bondadoso y compasivo, y que Su Hijo mismo cargó sobre Sí nuestros pecados?
“La misericordia prevalece frente al juicio”, nos dice la Carta de Santiago (2,13). Ella puede salvar a los hombres cuando, a través de ella, pueden mirar al interior del Corazón de Dios.
Pero es fundamental que entendamos correctamente la misericordia, y que no la deformemos de acuerdo a nuestras concepciones humanas. La misericordia no significa relativizar la culpa y minimizar la responsabilidad de la persona. No se puede apelar a la misericordia y seguir viviendo en un estado moralmente desordenado, sin esforzarse por una conversión sincera. ¡Esto sería un tremendo malentendido sobre la misericordia de Dios! Ella nos invita a la conversión y está siempre dispuesta a levantarnos, cuando por debilidad no cumplimos aquello que el Señor nos encomienda; pero jamás podrá legitimar y autorizar lo que está mal.
Ahora, para corresponder a esta misericordia divina, se nos pide que también nosotros seamos misericordiosos. Esto significa tener un corazón abierto hacia la persona y estar siempre dispuestos a perdonarle, aunque fuera “setenta veces siete” (cf. Mt 18,22). Significa no condenar a la otra persona y convertirse en su juez.
Sin embargo, esta actitud de misericordia no nos exime de discernir las cosas a la luz de Dios, para examinar si son correctas o no; si corresponden a la Voluntad de Dios o son claramente contrarias a ella. ¡Pero jamás podremos medir la culpa de la otra persona, pues esto le compete únicamente a Dios! Nuestra tarea es permanecer en una actitud misericordiosa y darle a entender al otro que estamos dispuestos a reconciliarnos. Además, hemos de tratar con dignidad a aquel que ha faltado contra nosotros. La misericordia no es compatible con una actitud despectiva, que termina humillando a la persona con la que supuestamente se practica la misericordia. ¡Así no es la actitud del Señor! ¡Sólo Su modo de obrar es nuestra medida!
Pero, ¿cuál es la medida de Dios?
El texto mismo nos da una respuesta: de la plenitud de Su corazón, Dios da con una medida “buena, apretada, colmada, rebosante”. Es para Él la mayor alegría y el más profundo deseo el colmarnos con esta abundancia. Si aprendemos a obrar al modo de Dios y, con Su ayuda, removemos todo aquello que nos impide tener esta actitud, entonces la gracia divina podrá derramarse en toda su plenitud en nuestro corazón. ¡La generosidad de Dios no tiene límites! Su única limitación es nuestra condición de criaturas, que no es capaz de abarcar la plenitud del amor de Dios en esta vida terrenal. Pero ya en esta vida es mucho lo que nos espera, si tan sólo seguimos los preceptos del Señor y tratamos de ponerlos en práctica.
¡Apliquemos en nuestra vida la medida de Dios! “Dad y se os dará.”
El evangelio de hoy vuelve a exhortarnos claramente: ¡No calculemos los pecados de las personas! Esto no significa que ya no debamos llamar al pecado por su nombre, porque eso sería un engaño. Pero procuremos vivir en la generosidad de Dios, y no pensar ni actuar con mezquindad, ni en el ámbito espiritual ni en el material.
Tengamos presente que sólo tenemos a disposición una vida para hacer el bien, pero podemos practicarlo cada día que Dios nos regala.