Cuarto día de la Octava de Navidad: “El Niño”

El Señor viene al mundo como niño. Éste es el camino que Dios escogió para abajarse a nosotros y para que podamos comprenderlo. Un niño suscita alegría y amor; ternura e instinto de protección. ¡Nadie tiene miedo de un niño! Incluso personas que tienden a ser cerradas, son a veces capaces de abrirse en presencia de un niño.

Un niño es capaz de sacar lo mejor del hombre.

Especialmente en su primera etapa, el niño es como un recuerdo del paraíso, que nos muestra la inocencia originaria del hombre, aunque ya carga sobre sí la herencia del pecado original.

¡Pero el Señor está exento de la sombra del pecado! El Niño Divino es el mensajero del cielo. En Él, el cielo viene a nosotros, el paraíso perdido se hace visible… Podemos acercarnos sin miedo a Él y colmarlo de nuestra ternura.

No existe ninguna oscuridad en el Niño Divino; pero las tinieblas se ciernen sobre Él. El Rey Herodes, en su sed de poder, ha enviado a sus verdugos para dar muerte al Niño, para eliminar el testimonio de la dulce presencia de Dios. Seguramente le impulsaba el mismo espíritu del mal que hoy incita a los hombres a matar a los niños no nacidos, para aniquilar así la presencia especial de Dios que se manifiesta en los pequeños.

“Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2,52)

El Niño Divino se somete al mismo proceso de desarrollo que Dios dispuso para toda vida humana. El Verbo Encarnado quiso penetrar la vida humana en todos sus aspectos, para santificarlo todo.

Así, el nacimiento de Jesús nos deja un importante mensaje a todos los hombres: Dios quiso manifestarse en la belleza, pero también en la debilidad de un niño. ¡Él quiso abandonarse a nuestras manos! El Señor no se hace presente como un poderoso soberano; que domina todo con violencia; sino que viene como un Niño en busca de nuestro amor, despertando la ternura de nuestro corazón como sólo un bebé puede hacerlo.

Dios no quiere asustarnos, como tampoco lo hace el Niño de Belén. Y este Niño, a quien reconoceremos después como el Cordero de Dios, permanece fiel a su misión. También siendo adulto prosigue en la conquista del corazón de los hombres a través de su amor.

Hasta el día de hoy el Señor sigue confiándose a nuestras manos a través de nuestro prójimo, particularmente de los niños y de aquellos que están más necesitados de nuestra ayuda. A los niños los ha puesto bajo nuestra especial protección:

“Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y lo hundieran en el fondo del mar” (Mt 18,6).

Además, nos exhorta a imitar la apertura de corazón de los niños:

“Entonces llamó a un niño, lo puso en medio de ellos tres y dijo: ‘En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos’” (Mt 18,3).

Y el Señor también se abandona en manos de los hombres a través de su palabra y de los sacramentos. ¡Él no es un soberano que sólo da órdenes y a quien no le interesan sus súbditos!

Dios nos confía lo más grande: se entrega a sí mismo en el Niño de Belén. El deseo más profundo de su corazón es conducir a la humanidad de regreso al Reino del Padre.

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