“Mi existencia permanece oculta para mí hasta que Tú, oh Dios, me miras, y mi oscuridad se vuelve tan clara como el mediodía” (San Agustín).
La mirada amorosa de nuestro Padre se posa siempre sobre nosotros. Es la mirada de su amor inagotable, que le movió a crearnos y a redimirnos y con el cual quiere santificarnos. Cuando acogemos esta mirada, sucede lo que San Agustín describe: la luz del Padre atraviesa nuestras tinieblas y todo se vuelve claro. Las sombras tienen que ceder cuando la luz penetra en nosotros.
En el Mensaje a la Madre Eugenia, el Padre se dirige a aquellos que aún viven en tinieblas y les asegura: “Seguiré cerca de vosotros, porque jamás dejo de llamaros, de invitaros a desear recibir los bienes que os traigo, de modo que veáis la luz y seáis sanados del pecado”.
Puesto que esta invitación del Padre siempre sigue en pie, es importante que la aprovechemos en nuestro camino de seguimiento del Señor. Cada vez que una sombra se cierna sobre nuestra alma o caigamos en confusión de una u otra manera, estamos llamados a refugiarnos en la mirada del Padre sobre nosotros, y entonces volverá la claridad. Si cobramos conciencia y nos convencemos por fe de que esta mirada del Señor se posa ininterrumpidamente sobre nosotros, entonces, aun a través de las sombras que quieren opacarla, nuestra alma será tocada por la luz de Dios y todo en ella volverá a ser día radiante.
No siempre sabemos de dónde proceden las sombras; a veces sólo las percibimos. Pero de lo que siempre podemos estar seguros es de que nuestro Padre quiere ahuyentarlas, para que nuestra alma camine en su paz, iluminada por aquella luz que mana de su Corazón hacia nosotros.