“¿CUÁNDO ENTRARÉ A VER EL ROSTRO DE DIOS?”

«[Mi alma] tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (Sal 41,3).

EL ALMA: ¿Cuándo, amado Padre, cuándo llegará la hora? ¡Me muero de sed!

LA VOZ DEL PADRE: Aún debes esperar, querido hijo. Aprovecha cada día y la alegría será aún mayor. ¡Te estoy esperando y preparando tu morada!

OTRA VOZ EN EL ALMA: ¿Por qué no disfrutas del mundo entretanto? Tiene tantas cosas bellas que ofrecer. ¡La eternidad puede esperar!

EL ALMA: No, no quiero saber más del mundo. Me deja vacío. Cada vez que creo haber alcanzado lo que anhelaba, me siento defraudado y la sed se intensifica aún más.

OTRA VOZ EN EL ALMA: ¡Vamos, estás exagerando!

EL ALMA: No, me atrae la soledad, allí donde puedo estar a solas con Dios, donde se apaga el bullicio del mundo, donde hay un refugio seguro y verdadera paz…

OTRA VOZ EN EL ALMA: ¿Y luego qué?

EL ALMA: Presta atención a lo que decía san Bruno: «Cuánta utilidad y gozo traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ame; solo lo conocen quienes lo han experimentado». Aquí se adquiere aquel ojo limpio cuya serena mirada hiere de amores al Esposo y cuya limpieza y puridad permiten ver a Dios».

Sabes, amado Padre, he sido herido por este amor y puedo constatar que es cierto lo que decía San Bruno: «Una vez que este amor se establezca en tu corazón, considerarás vil la gloria halagadora y seductora que ofrece el mundo, rechazarás las riquezas que tanto inquietan y agobian el alma y sentirás repugnancia hacia los placeres tan perjudiciales para el cuerpo y el alma».

LA VOZ DEL PADRE: Hijo mío, ese es un sufrimiento muy bueno. Ya no te deleitas en el mundo y tienes sed de mí y de mi sabiduría.

EL ALMA: ¡Eso es exactamente lo que ansío!

LA VOZ DEL PADRE: Muéstrame tu amor y confía. ¡Se acerca la hora!