“Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto” (Sal 129,4).
En vistas de la gravedad del pecado, sólo podemos enmudecer ante el Señor de cielo y tierra. ¿Quién podría resistir ante la justicia de Dios? ¡Qué indecible tormento le espera a un alma que se obstina en el pecado grave, sin buscar ni acoger el perdón de Dios! Una eternidad separada del Padre que tanto la ama y torturada por despiadados demonios… ¡Qué horizonte tan espantoso!
Por más terrible que sea esta realidad, puede ser una sacudida provechosa y convertirse en un ancla de salvación para el hombre, porque entonces la misericordia de Dios saldrá a su encuentro con tanto más esplendor.
De Dios procede el perdón, porque la voluntad inmutable de nuestro Padre es conceder a los hombres su amor, a pesar de la gravedad de su pecado. Si el pecador lo entiende, y acoge lleno de asombro y gratitud el amor de Dios, se le infundirá respeto, como dice el salmista.
Además, el alma escucha cómo el Señor le dice: “Aunque vuestros pecados fuesen rojos como la grana, como nieve blanquearán; y así rojeasen como el carmesí, como lana quedarán” (Is 1,18).
Incluso el mayor pecador puede llegar a ser santo, si tan sólo acepta la gracia del perdón. Y al igual que a todos los que queremos servir a nuestro Padre, le son dirigidas estas palabras que el Señor comunicó a Sor Benigna Consolata, un alma llamada a ser “Apóstol de la Misericordia”:
“Si quieres darme motivo de alegría, cree en mi amor; si quieres darme un motivo de alegría aún más grande, cree aún más en mi amor; pero me darás el mayor motivo de alegría cuando creas sin límites en mi amor.”