“Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó” (Gen 1,27).
Esta sencilla frase es de una profundidad insondable, pues da respuesta a la búsqueda de verdadera identidad del hombre y es al mismo tiempo una eterna declaración del amor de Dios por nosotros, los hombres.
¿Qué mejor herencia podría darnos el Padre desde nuestro nacimiento que la de grabarse en nuestra alma y modelarnos a su propia imagen y semejanza?
Cuando el hombre emprende la búsqueda de Dios, conforme al anhelo que Él mismo ha sembrado en su corazón, no sólo lo encontrará en las Sagradas Escrituras, en las maravillas de la Creación, en sus obras a lo largo de la historia y en la luz de la doctrina que Él ha encomendado a su Iglesia; sino que también descubrirá a su Padre en su propio interior, pues Él pone su morada en un alma en estado de gracia.
Todo lo que el hombre descubra de bueno en otras personas o en sí mismo procede de Dios y, si sabemos entenderlo, se convierte en un anuncio de su Presencia, pues “nadie es bueno sino sólo Dios” (Lc 18,19).
La persona que se ha abierto a la gracia de Dios, puede ahora cooperar para que la imagen de Dios se forme en ella. De este modo, sale a relucir su verdadera dignidad y belleza. Y entonces se hace realidad la exhortación de Jesús: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48).