Hoy se celebra la memoria del beato Enrique Suso, quizá poco conocido en la Iglesia Universal. Puesto que este santo dominico era alemán y vivía cerca de donde está actualmente la Casa Madre de nuestra Comunidad Agnus Dei, quisiera dedicarle la meditación de este día. Vale la pena, porque su enseñanza y sus proverbios dan fe de su alma enamorada de Dios, y tienen siempre algo que decir a las personas que están en el camino con el Señor, aunque no sean consagradas.
Uno de ellos nos dice así:
“Un hombre sereno no ha de ocuparse a toda hora de lo que aún le falta; sino que ha de cuestionarse de lo que podría prescindir.”
A menudo estamos pendientes de acumular cuantas cosas podamos. Por una parte, uno se complace en las cosas de este mundo; y, por otra parte, ellas parecen proporcionar una cierta seguridad, quizá incluso una especie de sentimiento de hogar… Enrique Suso, en cambio, sabe que el estar muy ocupados con las cosas terrenales distrae de Dios. Para él, el antídoto consiste en examinar lo que no es realmente necesario, para no atar el corazón a las cosas pasajeras. Aquí se ve una cierta inversión en la forma de ver las cosas. De hecho, el esforzarse por las posesiones implica siempre el riesgo de la avaricia.
El beato utiliza el término de “serenidad”. La verdadera serenidad surge de la confianza en Dios. Entonces, uno no se sumerge en la dinámica de los sucesos negativos ni se deja mover por ellos; sino que todo lo relaciona con Dios, en la certeza de que será Él quien juzgue todo en nuestros caminos. Esta actitud no debe confundirse con una cierta indiferencia ni mucho menos con el estoicismo. Tampoco es una actitud humanamente optimista, de que todo saldrá bien; ni es una especie de lentitud del temperamento. Antes bien, la serenidad procede de una profunda unión con Dios, y de haber aprendido a mirarlo todo desde Su perspectiva. Así, surge en la persona un sosiego interior, un reposo en Dios, desde donde podrá superar la diversidad de situaciones que le sobrevengan, en esta serenidad…
En esta misma actitud interior, se aprenderá a discernir cómo se ha de manejar las cosas de este mundo. El don de ciencia empezará a obrar en nosotros, enseñándonos que los bienes terrenales no son nada en sí mismos, y que, por eso, hemos de limitar su adquisición y mirar cuidadosamente qué es lo que podríamos dejar atrás. Recién cuando lleguemos a ser realmente libres, las cosas creadas podrán convertirse en un puente hacia Dios. Pero aún así conviene una prudente limitación, para que el enfoque siga totalmente centrado en Dios.
El siguiente consejo del beato Enrique es similar al anterior:
“No te detengas en nada que no sea Dios.”
Sólo en Dios hemos de poner nuestra morada. San Agustín lo expresaba diciendo que sólo a Dios podemos disfrutarlo; mientras que a las cosas de este mundo simplemente las usamos. En su Sabiduría, Dios dispuso que el deleite de lo pasajero no nos saciara, y nos dejara un sentimiento de vacío.
Hay personas que intentan evadir esta experiencia interior, y pretenden tapar el vacío al acumular más y más cosas pasajeras. Sin embargo, esta respuesta es la equivocada, pues el vacío no es más que un indicio que nos empuja a buscar al Único que es capaz de llenarlo.
Por eso el beato Enrique nos da este consejo, que, en mis palabras, expresa lo siguiente: “No te aferres a las cosas de este mundo. Puedes incluirlas en tu vida, puedes gozar de ellas; pero no les entregues tu corazón ni permitas que lo posean“. San Pablo también nos dice algo parecido: “Los que disfrutan de este mundo, [vivan] como si no disfrutasen” (1Cor 7,31).
El corazón ha de pertenecerle únicamente a Dios. “¡Sólo Dios basta!” -exclama Santa Teresa de Ávila. ¡Sólo en Dios descansa mi alma! -proclama el salmo (62,1).
Estos consejos del beato Enrique han de ayudarnos y enfocarnos una y otra vez en el Señor mismo.