“Confiad en mí con una confianza que os transforma y a la cual no podré resistir. Entonces yo perdonaré vuestras faltas y os colmaré de las mayores gracias” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
La confianza en Dios nos abre una amplia puerta hacia la verdadera vida, de modo que entra en nuestro corazón una felicidad que puede sanar muchas cosas en nosotros, así como también servir a otras personas. Nuestra vida adquiere una seguridad y libertad nunca antes experimentadas, y nuestro Padre puede comunicársenos día a día de forma sencilla, de modo que podamos entenderlo cada vez mejor. Día tras día se nos vuelve más natural la relación con Dios. El pesado yugo que a menudo se cierne sobre nuestra vida se transforma en una carga cada vez más ligera, y se vuelve cada vez más profunda la aceptación de nuestra humanidad y de la vida que Dios nos ha concedido.
Nuestro Padre Celestial no puede resistir a esta confianza que pone toda su seguridad en Él. Es una “confianza triunfante”, que puede mover montañas (cf. Mt 17,20), que en todas las situaciones está segura de la victoria del Señor y no pierde el tiempo en dedicarse a temores y angustias. No debe confundírsela con el optimismo meramente humano ni con la ingenuidad. Antes bien, la “confianza triunfante” surge de la más profunda certeza del amor de Dios y de su misericordia. Las personas que la poseen son aquellas que quieren conquistar el corazón de Dios, y nunca dudan de que lo lograrán. Es por la acción del Espíritu Santo que esta “confianza triunfante” se arraiga en ellas. ¡Y nuestro Padre no puede ni quiere resistirse a ella! Dios está dispuesto a perdonar todas sus faltas y a colmar con las mayores gracias a los que así confían en Él.
Esta “confianza triunfante” nos transforma. Convierte a los acobardados en valerosos guerreros. Venga lo que venga, sea lo que sea que tengan que afrontar –ya sea el combate contra las seducciones de la carne, las atracciones del mundo o los ataques del diablo–, ellos están seguros de que Dios los sostiene y de que Él se valdrá de todo para su bien. ¡Nada puede separarlos del amor de Cristo! (Rom 8,37-39)