“No tengas miedo de lo que podría sobrevenirte” (Palabra interior).
No en vano las Sagradas Escrituras nos exhortan una y otra vez a no dejarnos intimidar por nada ni por nadie. El enemigo del género humano se aprovecha de nuestros miedos e intenta acrecentarlos hasta el punto de que nos dominen. En el mundo africano se conoce el dicho: “El miedo devora el alma”. ¡Y así es!
La respuesta correcta no es ni la temeridad ni una falsa seguridad en uno mismo; sino la profunda confianza en la presencia de nuestro Padre. De alguna manera, es necesario entrenarse en esta actitud. Cada vez que surjan miedos en nosotros, cada vez que nos sintamos amenazados de una u otra forma, cada vez que nos acosen vagos presentimientos, hemos de invocar al Espíritu Santo.
La racionalización de la situación –que los miedos suelen presentarnos de forma exagerada– no siempre es suficiente para subsanar las fuentes de los que puede brotar el miedo. Renovar la confianza en la presencia de nuestro Padre, en cambio, siempre nos ayudará. El diálogo sencillo con Él, exponiéndole nuestros miedos, será capaz de extraerles el “veneno”. De este modo, el alma se enfoca en el Padre, y no en lo que real o supuestamente la amenaza.
Esto no se aplica sólo al momento concreto que estamos viviendo. Las palabras de la meditación de hoy nos aseguran que también podemos tener esta certeza ante el porvenir, cuya complejidad no conocemos. Pero para nosotros, los fieles, todo lo que suceda, sea lo que sea, viene de la sabia Providencia de Dios, que lo abarca todo, incluidos los peligros reales. Bajo el influjo del Espíritu Santo, podremos aprender a no temer el porvenir, sino a afrontarlo con confianza y sabiéndonos cobijados por el amor de Dios y seguros en la guía del Espíritu Santo.