“Confesaré su nombre en la presencia de mi Padre y delante de sus ángeles” (Ap 3,5).
Jesús es el camino hacia el Padre Celestial. Y todo el amor que mostremos a Jesús, Él, a su vez, lo remite a Aquel que está sentado en el Trono y nos ama indeciblemente. Las obras que realizamos en Nombre del Señor, por pequeñas que sean, dan testimonio de nuestro amor por Él y se convierten en un gran tesoro en el cielo, allí “donde no hay polilla ni herrumbre que corroan” (Mt 6,20).
La frase de hoy procede de la carta a la iglesia de Sardes en el Libro del Apocalipsis. El Señor les exhorta a guardar la doctrina que les ha sido transmitida y a arrepentirse.
Jesús también espera que lo confesemos de palabra como el Hijo de Dios. Con esta confesión, honramos al Padre, pues el Señor mismo nos dice a la inversa: “El que no honra al Hijo, no honra al Padre”. Esto cuenta particularmente en tiempos de persecución, y más aún en la actualidad, con carácter cada vez más anticristiano.
Al confesar a Jesús, damos testimonio ante toda la Iglesia: la triunfante, la militante y también la purgante. Para los demonios es un golpe, pues les recuerda su derrota en la cruz. Por tanto, constituye un contraataque espiritual a todos sus planes inicuos para opacar el testimonio de Jesús e incluso extinguirlo, si les fuera posible.
Nuestro testimonio sincero, nuestra confesión del Hijo de Dios y nuestra fidelidad a la fe tradicional de la Iglesia, junto con una entrega íntima y confiada a la Voluntad de nuestro Padre, pueden demoler las fortalezas demoníacas y frenar así el poder de las tinieblas.
Si seguimos este camino, Jesús se declarará a nuestro favor ante su Padre Celestial. Entonces podrá decir de nosotros: “He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo […] y ellos han guardado tu palabra” (Jn 17,6).
¿Quién no querría escuchar estas palabras cuando se presente ante el Trono de Dios?