CON LETRAS DE ORO

“La razón más profunda de la Encarnación de Cristo fue el deseo de Dios de mostrarnos su amor y acercárnoslo enfáticamente al corazón” (San Agustín).

Al meditar la Encarnación de nuestro Señor, podemos hallar diversos motivos que lo movieron a hacerse hombre. Ciertamente pensamos en la Redención del género humano, en la glorificación del Padre, en la misión que le fue confiada al Hijo de Dios y que luego Él habría de transferir a su Iglesia… Todos estos motivos son ciertos y valiosos, y pueden inflamar nuestro corazón de gratitud y amor por nuestro Padre Celestial.

San Agustín, inflamado de este amor, ciertamente atina en esta frase a la razón primordial de la Encarnación de Cristo, señalando el amor de nuestro Padre. En efecto, esto es lo más importante, que puede cambiar toda nuestra visión de la vida. Hemos de cobrar consciencia de este amor, porque entonces nuestro corazón podrá abrirse plenamente a Dios y empezaremos a ver con sus ojos. Entonces descubrimos por doquier el amor de Dios en acción, y lo captamos cada vez más profundamente al meditar todo lo que Jesús dijo e hizo. “Quien me ve a mí ve al Padre” –dijo Jesús a Felipe (Jn 14,9).

Visto desde esta perspectiva, el Hijo de Dios es una inagotable carta de amor de Dios a la humanidad, que expresa su desbordante amor por nosotros, los hombres. Él es la carta de amor más hermosa que jamás se haya escrito. Una vez que hayamos acogido a Jesús en nuestro corazón, su contenido se vuelve indeleble, porque el Espíritu Santo hará brillar todas las obras de nuestro Padre con la luz más resplandeciente. Así, cada letra de esta carta queda inscrita en nuestro corazón con letras de oro.