“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Sal 115,12).
Si interiorizáramos estas palabras del salmo e intentáramos responder a la pregunta que aquí se plantea, nos quedaría claro que es imposible retribuirle a nuestro Padre –ni siquiera remotamente– todo su inconmensurable amor y cuidado hacia nosotros. ¡Siempre somos nosotros los agasajados y bendecidos por Él! Aunque amásemos a Dios con todo nuestro corazón, su amor seguiría siendo más grande.
De hecho, nuestro Padre ni siquiera espera que le paguemos. Así, con gusto seguiremos siendo sus deudores y encontraremos siempre un motivo para dar testimonio de su amor; descubriremos siempre nuevas razones para estar aún más agradecidos y alabar más aún su amor.
Pero lo que nuestro Padre sí quiere de nosotros es que simplemente ocupemos el sitio que nos corresponde como hijos amados suyos, que le escuchemos y obedezcamos confiadamente y correspondamos así al sentido de nuestra existencia. En esto Él se complace y nos permite crecer en su amor.
Si vivimos así, nuestro Padre puede insertarnos en el orden que Él ha previsto para todos los hombres. Entonces se sana algo del desorden en el que la humanidad ha caído y a menudo sigue viviendo.
Nuestro Padre se dirige a nosotros, pidiendo nuestra cooperación para que también otras personas ocupen el lugar que Él, en su amor, les tiene preparado. Así nos convertimos en obreros de su viña de salvación, que Él ha establecido a través de su amado Hijo.
Y una vez que hayamos hecho todo esto, “sólo habremos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10), como nos dice Jesús. Es gracias a su inescrutable bondad que nuestro Padre nos lo tenga en cuenta como mérito para recompensarnos. ¡Así es nuestro Padre!