Concluimos hoy el tema que habíamos estado tratando durante los últimos días: el camino para alcanzar un corazón puro. Nos basamos en estas palabras de Jesús tomadas del evangelio del 10 de febrero:
“Lo que realmente contamina al hombre es lo que sale de él. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre.” (Mc 7,20-23)
Lo que habíamos dicho ayer respecto a los pensamientos, se aplica también en todos los otros campos a los que Jesús hace alusión. Es de esperar que en nuestro corazón no se encuentren todas estas maldades mencionadas; pero, eso sí, está en nuestra naturaleza caída la tendencia a ello. Hemos de notar atentamente –aunque no con escrúpulos ni tensiones– lo que percibimos en nuestro interior, y manejarlo como corresponde.
Tomemos como otro ejemplo la envidia.
Se trata de una malicia muy persistente, a la cual tenemos que hacer frente con determinación. Aquí ayuda, por ejemplo, orar por la otra persona, abrir constantemente el corazón a Dios y pedirle al Espíritu Santo que toque esta oscuridad en nosotros. La envidia cierra nuestro corazón frente a Dios y frente a la otra persona, y oscurece nuestro ser. Ahora bien, si renunciamos con nuestra voluntad a la envidia, si centramos nuestra voluntad en concederle de buen grado a la otra persona lo que Dios le ha dado y le agradecemos al Señor por ello, habremos emprendido la dirección correcta. Aquí estaremos muy necesitados de la ayuda del Espíritu Santo, para que, por un lado, este acto de la voluntad se haga constante; y, por otro lado, para que sea tocada la fuente de donde brota esta envidia; es decir, nuestro corazón. Veamos más detenidamente lo que sucede cuando invocamos al Espíritu Santo para que ahuyente nuestra sombra.
La envidia viene de la oscuridad –en la Escritura se habla de la “envidia del diablo” (Sb 2,24)–. Por tanto, ésta oscurece nuestro corazón. Cuando nos dejamos llevar por la envidia, nuestro corazón se vuelve malo y la envidia se convierte en la fuerza motriz de actos malvados. Así, ésta actúa destructivamente en todos los sentidos y mata el amor.
El Espíritu Santo, en cambio, es el amor mismo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). A través de Él, nuestro Padre Celestial quiere establecer Su trono en nosotros. El amor no le envidia nada a nadie. Al contrario: el amor se dona y nos convierte en receptores, en donatarios, que, así como reciben regalos de Dios, quieren también agasajar a otras personas. Entonces, si ahora nos distanciamos de la oscuridad, en lugar de dejarnos llevar por sus impulsos, estaremos renunciando con nuestra voluntad al mal. Un acto tal cuenta ya con el apoyo del Espíritu Santo, porque sin Él ni siquiera identificaríamos la envidia ni podríamos renunciar a ella.
Al invocar concretamente al Espíritu Santo a las tinieblas de la envidia, Él tocará la oscuridad en nosotros y la transformará, porque las tinieblas tienen que retroceder ante la luz.
En otras palabras: en este punto el amor de Dios puede ahora entrar más plenamente en nuestro corazón, arrebatándolo de las garras del mal y liberándolo. La estrechez de la maldad queda sustituida por la amplitud del amor.
Pero, para no caer en ilusiones, vale aclarar que, por lo general, será un largo combate, a menos que Dios, con una gracia extraordinaria, nos libere de un día para otro de un gran mal, lo cual, en ocasiones, puede suceder. Una y otra vez tendremos que percibir la envidia en nosotros. Quizá después de un tiempo notaremos que se ha reducido, en cuanto que el amor de Dios ha encontrado más cabida en nuestro corazón. Una y otra vez habremos de hacer actos que contrarresten la envidia. Uno sufrirá por el hecho de que aún percibe la envidia en su corazón, a pesar de ya haberse distanciado de ella con la voluntad. Este sufrimiento es bueno y saludable. Es una señal de que el amor está creciendo en nuestro corazón. Sufrimos bajo nuestra inclinación al mal, ¡y cuánto quisiéramos cambiar y ser como Dios quiere que seamos!
En este contexto, se me vienen a la mente unas palabras que una vez percibí en mi interior y que, desde entonces, siempre me han acompañado. Las palabras eran éstas: “Primero tendréis que sufrir bajo vuestro corazón malo. Entonces, suplicad de rodillas un corazón nuevo.”
Lo que he explicado respecto a la envidia, se aplica también a todas las otras maldades a las que se refirió el Señor en el evangelio citado (Mc 7,14-23).
Con la ayuda de Dios, hemos de percibirlas en nuestro corazón, apartarnos de ellas, buscar las virtudes y pedirle al Espíritu Santo que nos sane y nos libere, en un proceso concreto de transformación.
Éste es un camino que podemos emprender para cooperar en la transformación de nuestro corazón. Para no caer en desánimo, jamás debemos olvidar que todo esto sucede en presencia de un Padre amoroso, que desea nuestra santificación. En la medida en que sea posible en nuestra vida terrenal, debería morar en nosotros la plenitud a la cual Él nos llama (cf. Mt 5,48). Sin embargo, Dios es un Padre, que conoce nuestras debilidades y recaídas, y nos levanta una y otra vez. Los sacramentos son una ayuda inestimable para nosotros, sobre todo la confesión y la Santa Misa.
Entonces, estamos llamados a este verdadero y noble combate, y con la confirmación ya hemos sido fortalecidos sacramentalmente. ¡Éste es el combate esencial, porque nos lleva al meollo del asunto! Los poderes de las tinieblas quieren aprovecharse de las malas inclinaciones del hombre para precipitarlos en la desgracia. Por tanto, no es una lucha que libremos únicamente por nuestra propia santificación; sino que también es importante para nuestra Iglesia y su misión en este mundo. Este combate es una parte esencial de nuestra vocación como cristianos, si queremos pertenecer al ‘ejército del Cordero’ y luchar de Su lado contra el dragón.
Lo que está en juego es nuestro corazón… ¿Le pertenece realmente al Señor (conforme al primer mandamiento) o al abismo? Alcanzar la pureza del corazón es una gran victoria, porque el corazón puro verá a Dios (cf. Mt 5,8).
En esta batalla que estamos llamados a librar, sabemos que contamos con la ayuda de la Virgen María, cuyo Corazón Inmaculado triunfará sobre los poderes de la oscuridad.
Nosotros, como hombres débiles, sólo podremos resistir en este combate con la gracia de Dios, la cual hemos de suplicar de rodillas cada día. ¡Él nos dará Su gracia y nos asignará nuestro sitio en la “multitud del Cordero”!