Job 9,1-12.14-16
Respondió Job a sus amigos: “Sé muy bien que es así: que el hombre no es justo frente a Dios. Si Dios se digna pleitear con él, él no podrá rebatirle de mil razones una. ¿Quién, fuerte o sabio, le resiste y queda ileso? Él desplaza las montañas sin que se advierta y las vuelca con su cólera; estremece la tierra en sus cimientos, y sus columnas retiemblan; manda al sol que no brille y guarda bajo sello las estrellas; él solo despliega los cielos y camina sobre la espalda del mar; creó la Osa y Orión, las Pléyades y las Cámaras del Sur; hace prodigios insondables, maravillas sin cuento.
“Si cruza junto a mí, no puedo verlo, pasa rozándome, y no lo siento; si coge una presa, ¿quién se la quitará?; ¿quién le reclamará: ‘Qué estás haciendo’? ¡Cuánto menos podré yo defenderme y rebuscar razones frente a él! Aunque tuviera razón, no hallaría respuesta, ¡a mi juez tendría que suplicar! Y aunque le llame y me responda, aún no creo que escuchará mi voz.”
A este relato que nos ofrece la lectura de hoy, le preceden las lamentaciones de Job a causa de la desgracia que le sobrevino. Encontramos, además, en los capítulos anteriores diversos consejos y posicionamientos que recibió para interpretar aquello que le aconteció.
Quizá podamos entender las palabras que Job pronuncia en la lectura de hoy como si fuese un intento de colocarse en la relación apropiada con Dios. Y es que un sufrimiento de tal intensidad primero hay que asimilarlo interiormente. Cuando nos encontramos en medio de grandes tribulaciones, puede suceder que nos rebelemos, y que tengamos que luchar interiormente para vencer esa rebelión.
Job opta por subrayar la grandeza y la soberanía inamovible de Dios, ante quien resulta inútil e injustificada cualquier rebelión. Frente a esta inviolable grandeza de Dios, incluso la criatura sufriente ha de callar y aceptar su situación. Su Sabiduría es tan vasta que todo intento de discutir con el Señor parece no tener sentido.
Aquí sale a la luz una actitud que fácilmente podría malinterpretarse, como si fuese una especie de una claudicación ante la Omnipotencia de Dios; lo cual podría desembocar en una especie de fatalismo. Pero esta actitud no sería liberadora, ni sería una visión de la realidad a la que uno gustosamente se sometería; sino que sería como un sentirse indefenso, a merced de fuerzas superiores contra las cuales nada puede hacerse…
Ciertamente no es ésta la forma en que debemos cargar las pesadas cruces, y de seguro tampoco es ésta la intención del texto. Pero, ¿cómo podemos lidiar con los golpes de la vida, que nos amenazan existencialmente a nivel material o espiritual, y que parecen ser incomprensibles?
La lectura de hoy nos ofrece un primer consejo: Aunque sea difícil, no podemos permitir que las dificultades nos encierren en nosotros mismos. Por eso, hemos de elevar los ojos a Dios y entrar en diálogo con Él sobre el sufrimiento que nos ha golpeado. Este diálogo nos permitirá hablar francamente con el Señor, exponiéndole nuestras quejas por nuestro dolor y quizá también pronunciando la incomprensión del porqué de este sufrimiento… El diálogo con Dios abrirá nuestra alma hacia Él, y Él podrá respondernos a Su manera. Además, evitaremos así que la situación se ponga aún más pesada, pues impediremos que sigan ganando terreno los sentimientos deprimentes que oscurecen nuestra alma. Sin embargo, al igual que Nuestro Señor en Getsemaní (cf. Mt 26,39.42.44), podemos siempre pedir que la cruz nos sea quitada.
Un siguiente paso es el de activar y fortalecer la confianza en Dios. Precisamente las situaciones difíciles son las que nos invitan a confiar por encima de los sentimientos, con un acto de nuestro espíritu: “¡Quiero confiar! ¡Confío conforme a la certeza de mi fe! ¡Confío porque Dios me ama!” En tales actos de confianza, damos por hecho que Dios tiene todo en sus manos, que Él conoce nuestra situación personal y familiar, que Él sabrá revertirlo todo en bien… Esto hemos de aplicarlo también cuando nos enfrentamos a situaciones difíciles en el mundo y en la Iglesia, que podrían llevarnos a la desesperanza.
Esta confianza no se cimenta únicamente en la Omnipotencia y grandeza de Dios –como nos muestra el texto de hoy-; sino también en el poder de Su amor, que es capaz de valerse de todo –aún de las situaciones más difíciles que tengamos que padecer–, integrándolas en Su plan de salvación.
Si, gracias a la oración, hemos logrado dar estos dos pasos fundamentales, se nos hará más fácil aceptar la cruz que ha entrado en nuestra vida. Esta aceptación puede suceder también “a oscuras”; es decir, sin comprender. Pero nuestro corazón, frente a cualquier sufrimiento que nos sobrevenga, se aferrará a Dios, sabiendo en lo más profundo que Él, en Su sabiduría, se vale aun del dolor. Así, paso a paso aprenderemos a aceptarlo, a vivir con él y a crecer a través de él.