Lc 11,29-32
En aquel tiempo, la gente se apiñaba alrededor de Jesús, y él se puso a decirles: “Esta generación es una generación malvada; pide un signo, pero no se le dará otro signo que el de Jonás. Porque así como Jonás fue signo para la gente de Nínive, así lo será el Hijo del hombre para esta generación.
“La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón; y aquí hay uno que es más que Salomón. La gente de Nínive se levantará en el Juicio con esta generación y la condenarán, porque al menos ellos se convirtieron por la predicación de Jonás; y aquí hay uno que es más que Jonás.”
El Señor ya ha dado suficientes signos para que reconozcamos Su existencia y Su amor para con Su Pueblo. Cuando Jesús, el Verbo hecho carne, vino al mundo, la presencia de Dios se convirtió en una realidad aún más fuerte y palpable para los hombres.
Pero a quien cierra su corazón y se niega a leer los signos, no le ayudarán ni siquiera las más impactantes señales de la presencia de Dios. Aunque inicialmente se impresionase fuertemente, este primer impacto se desvanecería y pasaría a un segundo plano, mientras la dureza del corazón se volvería dominante.
Jesús se ve confrontado a esta realidad, y habla sobre ella con claridad, llamando a esa generación una “generación malvada”.
Es importante que veamos este “lado oscuro” del hombre como una posibilidad real, que puede afectarnos a todos. Si la Escritura nos hace ver algo que nos resulta incómodo, y si descubrimos las sombras en nuestro corazón, no podemos simplemente relativizarlas y justificarlas inmediatamente. Si actuamos así, no permitimos que nos sobrevenga ese impacto y ese susto que se vuelve sanador. Claro que también percibiremos estas sombras en las demás personas… Pero si somos realistas con nosotros mismos, nos cuidaremos de mirar críticamente sólo a los demás, permaneciendo ciegos frente a lo que hay en nuestro propio interior.
Si acogemos la lección que se nos da en este pasaje del evangelio, y la ponemos en práctica, entonces tendremos que evaluarnos seriamente como católicos, cuestionándonos cómo estamos aprovechando la riqueza que nos concede la Iglesia. La medida para examinarnos serán aquellas personas que no tienen la dicha de servirse en esta mesa tan abundante, y ver cómo ellos aprovechan lo poco que han recibido. Estas personas son como un espejo que se pone frente a nosotros, a través del cual podremos hacernos una idea de lo que hubiera podido suceder si hubiésemos respondido plenamente a la gracia que nos ha sido concedida.
La venida del Señor llama al hombre a la conversión, y a vivir en la plenitud de Dios. El Cardenal Burke, un distinguido canonista, reconoció en una entrevista que en su juventud aún no supo valorar la inmensa gracia de pertenecer a la Iglesia Católica. Así lo describe: “Teníamos toda esa riqueza en nuestra vida católica; una riqueza que nos fue dada en sobreabundancia. Simplemente estaba ahí. No había que esforzarse por tenerla, y me parece que lo considerábamos como lo más natural y no la apreciamos lo suficiente. La juventud de hoy está hambrienta de esta riqueza que nosotros, siendo jóvenes, conocimos, pero no preservamos.”
En la belleza y plenitud de la fe católica no sólo nos ha sido servida una mesa abundante, para reconfortarnos y fortalecernos a nosotros mismos; sino que también nos ha sido confiada la misión de hacer relucir esta riqueza para los demás. ¡No sea que un día tengamos que estar ante el Señor, y confesarle que ni aprovechamos esa plenitud para nosotros mismos, ni tampoco se la ofrecimos a otras personas!
¡Cuántos tesoros nos han sido confiados en la Iglesia Católica! La sana doctrina, la mística, los sacramentos, los distintos caminos en el seguimiento de Cristo, el testimonio de los santos… sólo por mencionar algunos elementos de esta riqueza. ¡Con alas de águila deberíamos apresurarnos a anunciar el evangelio en la fuerza del Espíritu Santo!
Al igual que el Cardenal Burke, deberíamos cuestionarnos si tomamos toda esta riqueza con demasiada naturalidad. O, siendo más críticos aún, preguntémonos si preservamos la riqueza de la Iglesia; o si, por el contrario, la descuidamos. Esta última pregunta no sólo debemos planteárnosla de forma personal; sino como Iglesia en su conjunto.
¿Estamos preservando el tesoro de la santa liturgia, o la descuidamos? ¿Estamos preservando la santa doctrina y toda la praxis que resulta de ella, o la estamos relativizando? ¿Estamos correspondiendo al encargo de la evangelización, o estamos perdiendo más y más ese dinamismo? ¿Estamos preservando la santidad de la Iglesia, o la mundanizamos progresivamente? ¿Le estamos dando orientación al mundo en las cuestiones morales, o estamos adaptando nuestra mentalidad a la del mundo?
¡El Señor nos hará estas preguntas!