“Padre divino, bondad infinita que se derrama sobre todos los pueblos, ¡que todos los hombres te conozcan, te honren y te amen!” (Antífona del Oficio a Dios Padre).
Cuando la paz de nuestro Padre desciende como rocío sobre la Tierra y penetra en las almas, cuando los hombres empiezan a conocer, honrar y amar a Dios, también se vuelven receptivos a su bondad que se derrama sobre todos los pueblos.
Jesús nos dice: “Nadie es bueno sino uno solo: Dios” (Mc 10,18), señalándonos así la fuente de la bondad. Dios es bueno en sí mismo, sin sombra ni maldad alguna, y por eso de Él puede derramarse incesantemente la bondad sobre todos los pueblos. Nunca dejará de hacerlo, porque es la esencia de Dios ser bueno y hacer partícipes de su bondad a sus criaturas. En cierto modo, Dios no puede sino ser bueno, porque su amor lo impele a salir al encuentro de su Creación. En aquellos que corresponden a su amor encuentra acogida.
El Apóstol de los Gentiles decía que anunciar el evangelio era para él una obligación (1Cor 9,16). Esta “obligación” que sentía era el amor que le impelía a comunicar la Buena Nueva. De alguna manera, podríamos decir que era un “cautivo del amor”.
En cierto modo, podemos aplicar lo mismo a nuestro amado Padre. Él, que es la libertad misma; Él, que es la bondad misma; Él, que es el amor mismo, se convierte en “cautivo del amor” a su Creación. Él jamás traicionará este amor, ni aunque el hombre lo rechace.
Su amor lo impulsa a estar cerca del hombre a tal punto que, en la Persona de su Hijo, viene en medio de nosotros para rescatarnos de la perdición. Él mismo ofreció el sacrificio que Abrahán no tuvo que ofrecer. El signo inequívoco de su infinita bondad para con todos los pueblos quedó erigido para siempre en el Calvario. ¡Así es nuestro Padre! ¡Que todos los hombres lo conozcan, lo honren y lo amen!