ESCENA 15
AMBROSIO: Hermanos míos, ¿recordáis lo que en la parábola le dijo Abraham al rico epulón? “Si no creen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos” (Lc 16,31). Pues bien, sucedió exactamente así cuando Claudio hubo resucitado. Aquella generación, que no había creído el elocuente testimonio de tantos mártires, tampoco al ver este potente signo se convirtió de sus malas obras ni dio la gloria al Dios del cielo (Ap 16,9.11). Antes bien, así como en su tiempo los fariseos quisieron aniquilar el testimonio del Lázaro a quien Jesús hubo resucitado, los sacerdotes de los ídolos enviaron a Claudio al destierro, para silenciar este viviente testimonio a favor de Cristo. Su padre Minucio Rufo, Prefecto y Supremo Juez de Roma, al ver tan grande milagro, quiso una vez más salvar a Inés; pero temió la cólera del pueblo y abdicó su autoridad en manos de su representante, por nombre Aspasiano.
UN GRITO EN LA PLEBE: “Matad a esa bruja, que hechiza los sentidos de los hombres y transforma las almas.”
AMBROSIO: El injusto juez reabrió el proceso de Inés en una juicio sumario, esta vez bajo la acusación de hechicería. Pisoteando todos los requisitos del derecho, pronunció aquel mismo día la condenación: la virgen Inés debía morir en la hoguera en exhibición pública…
AURELIO VALERIANO (en una carta a los padres de Inés): Aurelio Valeriano, abogado defensor de la virgen Inés, a Honorio Plácido y a su esposa Laurencia.
En vista de que vosotros no os habéis sentido capaces de presenciar el suplicio de vuestra amada hija, quiero corresponder a vuestro deseo de relataros a detalle sus últimos momentos.
A la hora nona, el circo empezó a llenarse. Inés se hallaba en una celda en el sótano del circo, vestida con una túnica blanca. La hoguera estaba preparada… De repente, un tumulto en la gradería. Una mujer se abría espacio para conseguir un sitio cerca de la hoguera y exclamaba:
CRESCENCIA: ¡Al menos debe haber una que le dé consuelo!;
AURELIO VALERIANO: A lo cual otro protestó: “¡No eres la única; somos muchos!”
Entonces, fui enviado a traerla a la arena. La encontré de rodillas en la celda y pude oír el susurro de su voz:
INÉS: Señor, si no es posible que esta copa pase sin que la beba, hágase Tu voluntad. ¡Pero fortalece a ésta tu pequeña e indefensa hija!
AURELIO VALERIANO: Casi sin atreverme a interrumpir su ardiente súplica, abrí la puerta y le dije: “Inés, ha llegado el tiempo.”
INÉS: “No el tiempo; la eternidad.”
(Inés es conducida a la arena y sube a la hoguera.)
VERDUGO: ¡Encended la hoguera!
GRITO 1: ¡Mirad! ¡Mirad! ¡El fuego se ha partido en 2!
GRITO 2: ¿Veis lo que yo veo o me engañan mis ojos?
GRITO 3: ¡La doncella está incorrupta!
AURELIO VALERIANO (continúa escribiendo): Efectivamente: allí estaba, en medio del fuego, con sus brazos extendidos en forma de cruz, como una orante. De repente, descendió de la hoguera, y ni un solo cabello de su cabeza había sido consumido por las llamas.
GRITO 4: ¡Es una bruja!
GRITO DEL JUEZ: ¡Verdugo: decapítala!
INÉS: Agnus… Dei…
AURELIO VALERIANO (con voz quebrada): Con gran pesar, pero a la vez una serenidad que no logro explicarme, tengo que cerrar este relato. Mis fuerzas se agotan…
ESCENA 16 (EPÍLOGO)
AMBROSIO: No tenía aún edad de ser condenada, pero estaba ya madura para la victoria; Y eso que a esta edad las niñas no pueden soportar ni la severidad del rostro de sus padres, y si distraídamente se pican con una aguja se ponen a llorar como si se tratara de una herida.
Pero ella, impávida entre las sangrientas manos del verdugo, inalterable al ser arrastrada por pesadas y chirriantes cadenas, ofreció todo su cuerpo a la espada del enfurecido verdugo, ignorante aún de lo que es la muerte, pero dispuesta a sufrirla.
Todos lloraban, menos ella. Todos se admiraban de que con tanta generosidad entregara una vida de la que aún no había comenzado a gozar. Hubiérais visto cómo temblaba el verdugo, como si fuese él el condenado; cómo temblaba su diestra al ir a dar el golpe. La niña, mientras tanto, se mantenía serena.
¡Y es que el Autor de la naturaleza puede hacer que sean superadas las leyes naturales! ¿Qué otra explicación podría encontrarse para una valentía tal, si no era el espíritu de fortaleza obrando en ella?
En una sola víctima tuvo lugar un doble martirio: el de la castidad y el de la fe. Permaneció virgen y obtuvo la gloria del martirio, siguiendo al Cordero adondequiera que vaya.
In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
PRESBÍTERO PAULINO (se abre camino para llegar donde el Obispo Ambrosio, cuando éste apenas ha terminado la celebración): ¡Pater Ambrosie! ¡Pater Ambrosie! Apenas hoy llegué a Milán, y aquí me dijeron que no podría perderme de su sermón de este día. Y en efecto, aunque conozco tan bien esta historia: me ha conmovido hasta las lágrimas esucharla hoy de sus labios… ¡Y ahora vos tenéis que escuchar brevemente mi historia! No os preocupéis, que bien sé que tanto vos como yo estamos de apuro. ¡Prometo no extenderme!
AMROSIO: ¡Venid! ¡Sentaos! Y, antes de escuchar vuestra historia, permitidme preguntaros: ¿quién sois y de dónde venís?
PRESBÍTERO PAULINO: Soy Paulino, presbítero de Roma. Y figuraos que la iglesia que me ha sido encomendada es –¡vaya coincidencia!– la de Santa Inés, construida sobre su tumba afuera de los muros de Roma. Y ahora escuchad: Hace un tiempo atrás, las tentaciones de la carne me atacaron con tal vehemencia que, a fin de no deshonrar mi sacerdocio, fui decidido donde el Sumo Pontífice para pedirle que me dispensase y me permitiese contraer matrimonio. El Santo Padre me dio entonces un anillo, y me dijo: “Paulino, id frente a la imagen de Santa Inés que está pintada en vuestra iglesia, y decidle que venís por orden del Papa para pedirle que os acepte como marido.” Ya os imagináis que mi primera reacción no fue tan entusiasta; pero, haciendo un acto de fe, obedecí al pie de la letra el consejo del Santo Padre… Y, no lo creeréis: cuando le ofrecí el anillo y, por así decir, le propuse matrimonio, la imagen extendió su brazo, tomó el anillo y lo colocó en su dedo. Al instante, cesaron todas las tentaciones que me acechaban y desde entonces no han vuelto… Y si no podéis creérmelo, venid a visitar la iglesia de Santa Inés. ¡Encontraréis que hasta el día de hoy puede verse el anillo en su imagen!
AMBROSIO: ¡Acepto vuestra invitación! Espero ir pronto en peregrinación… Esta pequeña me ha cautivado, ha conquistado mi corazón. ¡Debo admitir que la historia que acabáis de contarme casi me ha provocado celos!
PRESBÍTERO PAULINO: ¡No es necesario! ¡Creo que ahora, en el cielo, tiene un corazón para todos! Pero ahora, Pater Ambrosie, debo marcharme. Pues si hoy, en el día de la gran fiesta de nuestra iglesia, no pude presidir la celebración en honor de Santa Inés, al menos tendré que llegar a tiempo para el día de Santa Emerenciana, su hermana de leche. Nunca puedo olvidar cómo mis abuelos me contaron sobre la gloriosa muerte de esta niña: Ellos mismos habían sido parte del grupo de personas que, pasados sólo algunos días del martirio de Santa Inés, acudieron a su tumba. Una horda de paganos los acorraló y empezó a arrojarles piedras, de modo que el grupo se dispersó. Pero, desde lejos, pudieron observar que alguien permanecía allí, inamovible, orando: era la pequeña Emerenciana, que, así como en vida había sido inseparable de Inés, lo fue también en la muerte. Los implacables paganos la apedrearon hasta darle muerte. Y así, la que era apenas catecúmena, recibió el bautismo de sangre y, tal como lo había visto en su sueño, marchó mano en mano con Inés al Banquete de Bodas del Cordero.
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