Ayer habíamos visto cuán importante es para Nuestro Señor la glorificación del Padre Celestial. ¡Jesús mismo lo glorificó a plenitud! Pero también nosotros, los hombres, estamos llamados a glorificar a Dios, en la forma que corresponde a nuestra vocación. Y esta nuestra vocación deberíamos buscar con sinceridad, y permitir que el Espíritu del Señor nos la muestre. leer más
Para Nuestro Señor Jesús no hay mayor deseo que el de glorificar a Su Padre. En efecto, para eso vino al mundo: para dárnoslo a conocer. Cuanto más amemos al Señor, tanto más se hará nuestro este mismo anhelo: La glorificación plena de nuestro Padre; la alabanza de Su bondad.leer más
En las meditaciones anteriores, habíamos señalado ya que el fundamento para todo acto de amor es el cumplimiento del primer mandamiento: amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas. Lo bueno que podamos hacer a partir de una decisión de la voluntad, sólo obtendrá su pleno resplandor al hacerlo en unión con Dios, dando testimonio de Él y haciéndolo, por tanto, para Su glorificación.leer más
Al conocer al Señor y al experimentar Su amor, nuestra vida y hasta las profundidades de nuestro ser se “destensan”, se “desbloquean”, por así decir. Nuestra alma y nuestro espíritu llegan cada vez más “a casa”, pues, de hecho, nuestro verdadero hogar es la comunión con Dios y los Suyos.
En la Sagrada Escritura y en el anuncio de la Iglesia se manifiesta el deseo de Dios de que todos los hombres se salven. Sabemos hasta dónde llegó esta voluntad salvífica de Dios: hasta la muerte en Cruz de Nuestro Señor para redimir a los hombres. ¿Puede haber un amor más grande? ¡No!
Si entendemos la misión –que es el encargo del Resucitado de anunciar el evangelio a toda creatura (cf. Mt 28,19)– como expresión del amor de nuestro Padre, que busca a Sus hijos, entonces nos acercamos mucho a los deseos más profundos del Corazón de Dios. Él hace a los Suyos partícipes en esta búsqueda, confiándoles así un profundo anhelo de Su Corazón.
El gran tema que está presente en todo el Mensaje del Padre es el amor de Dios y el amor a Dios.
Hoy en día resulta particularmente importante este tema, siendo así que no pocas veces en la Iglesia se está poniendo en primer plano la primacía del amor al prójimo y la mejora de este mundo, mientras que el cultivar el amor a Dios se coloca al mismo nivel o incluso por debajo. Así, sucede una especie de “cambio de perspectiva”, y el hombre, en lugar de Dios, ocupa el centro de atención.
“No me basta el haberos mostrado mi amor; quiero abriros, además, mi corazón, pues de él brotará una fuente refrescante que apagará la sed de todos los hombres”
En la meditación anterior, habíamos reflexionado acerca de la fuente y el océano del amor, que el Padre quiere darnos a conocer.
La fuente que emana agua viva es símbolo del conocimiento de Dios. Y nada mejor que el amor para conocer a Dios, puesto que éste es su Ser más íntimo. “Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” -nos dice el Apóstol San Juan en su carta (1Jn 4,16). Recordemos también aquel gran don del Espíritu Santo: la sabiduría, de la cual se dice que nos permite conocer a Dios en Su mismo Ser y que es un “delicioso conocimiento”. Ya no se lo conoce sólo a través de las obras de la Creación, para a partir de ahí sacar conclusiones sobre Dios; sino que se lo conoce en Su mismo Espíritu; es decir, directamente.
En los días que vienen, hasta el 7 de agosto, retomaremos las meditaciones sobre el Mensaje de Dios Padre, cuya primera parte nos había acompañado a lo largo del Tiempo de Cuaresma. El 7 de agosto mismo es el día en que nosotros, así como algunos otros fieles, celebramos la Fiesta en honor al Padre de todos los hombres, conforme al pedido que Él mismo expresó en este Mensaje.
El conocimiento de sí que procede del Espíritu trae consuelo, pues nos conduce a la Cruz de Cristo, que es el trono de la gracia en el que alcanzamos perdón y misericordia.
El texto del P. Sladek sobre el autoengaño, que leímos en estos últimos tres días, nos mostró cuán importante es cuidarnos de la ceguera espiritual y evitar cualquier fingimiento en nuestra imitación de Cristo. Jesús nos advierte de esta ceguera al hablar de la viga que llevamos en nuestro ojo sin darnos cuenta (cf. Mt 7,5).
¿Cómo puede surgir un autoengaño y cómo puede ser superado?