Novena de Pentecostés – Día 5: “El pueblo de Dios”

“Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y gracia, dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.”

Los siervos de Dios, el pueblo de Dios… ¿Quién forma parte de él? Desde el punto de vista de la vocación, todos los hombres pertenecen al pueblo de Dios, pues Él quiere que todos se salven (1Tim 2,4). Por eso envió a su propio Hijo al mundo, para que conduzca a los hombres de regreso a casa, convirtiéndolos en hijos suyos.

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Novena de Pentecostés – Día 3: “Fuente del mayor consuelo”

“Fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.”

El Espíritu Santo es el consolador que el Señor nos ha otorgado. El Apóstol San Pablo nos dice: “Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a los que se sienten atribulados, ofreciéndoles el consuelo que nosotros mismos recibimos de Dios” (2Cor 1,4).

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Novena de Pentecostés – Día 2: “Ven, Padre amoroso del pobre”

“Ven, padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas.”

En el término ‘pobres’ estamos incluidos todos nosotros, especialmente aquellos que están conscientes de su propia pobreza.

En nuestra vida espiritual, aprendemos que siempre estamos necesitados. Es precisamente el Espíritu Santo quien nos enseña cuán grande es el amor de Dios y cuán lejos aún estamos de él.

Sin embargo, esta constatación no se convierte en motivo para sumirnos en tristeza o incluso caer en desesperación. Antes bien, es razón para apoyarnos aún más en el amor de Dios, confiando en que Él se apiadará de nuestra pobreza. Entonces será Dios quien nos haga ricos, pues Él mismo es nuestra riqueza.

Por eso invocamos al Espíritu Santo sobre todos los hombres y también sobre nuestra propia pobreza, para que Él nos haga ricos; ricos de todo lo que viene de Él. De esta manera, nuestra pobreza se convierte en riqueza.

No podemos llegar a la santidad sin la ayuda del Espíritu Santo. En el bautismo, cada alma recibe la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.

Las virtudes infusas son los hábitos sobrenaturales que nos hacen capaces de realizar obras meritorias y de actuar virtuosamente desde un punto de vista sobrenatural. Los dones del Espíritu Santo, en cambio, nos hacen capaces de percibir y acoger las mociones del Espíritu, siguiendo así constantemente sus impulsos.

La encíclica “Divinum Illud Munus” nos enseña lo siguiente:

“Y el hombre justo, que ya vive la vida de la divina gracia y opera por congruentes virtudes, como el alma por sus potencias, tiene necesidad de aquellos siete dones que se llaman propios del Espíritu Santo. Gracias a éstos el alma se dispone y se fortalece para seguir más fácil y prontamente las divinas inspiraciones.”

Estas divinas inspiraciones son las mociones e impulsos del Espíritu Santo. Sus dones, que se despliegan en nosotros a lo largo de toda nuestra vida, nos ayudan a escuchar y seguir dichas mociones. Si queremos que los dones del Espíritu Santo crezcan en nosotros, debemos ejercitarnos en el amor, y con cada avance en el amor a Dios, habrá un aumento en los dones.

Para entender mejor cómo actúan los dones del Espíritu Santo en nuestra alma, podemos recurrir al ejemplo de las velas de un barco. El amor libera las velas para el suave soplo del Espíritu Santo. Cuanto más grandes y amplias sean las velas, tanto más fácilmente podremos dejarnos llevar por el soplo del Espíritu divino.

El Espíritu Santo es el amor derramado en nuestros corazones (Rom 5,5); así como también es la luz y la alegría del corazón. Él derrama allí su claridad y purifica nuestro corazón de todo apego desordenado a nosotros mismos y a las cosas de este mundo.

El Espíritu Santo calienta nuestro corazón y, siendo Él el Paráclito, nos trae consuelo.

Del mismo modo que un Padre se complace en agasajar a sus hijos, Dios nos hace sentir su cercanía a través del beso de amor. Este calor nos atrae hacia Dios y nos llena de gratitud por todas las buenas dádivas que Él nos da. Cada corazón puede ser iluminado por Él, siempre y cuando no se cierre, y en su luz podemos ver la luz (Sal 36,10).

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Novena de Pentecostés – Día 1: “Ven, Espíritu Divino”

Hoy, después de la Fiesta de la Ascensión, inicia la novena en preparación para el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. En las reflexiones de los días venideros, quisiera salir del marco acostumbrado de las meditaciones diarias, para contemplar algunos aspectos y modos de actuar del Espíritu Santo. El objetivo es que lo conozcamos mejor y así estemos preparados para la Solemnidad de Pentecostés. Tomaré como estrella guía de estas meditaciones la Secuencia de Pentecostés, que es sin duda una de las oraciones más bellas de la Iglesia:

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Domingo de Pascua: “El sepulcro vacío”

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María Magdalena, queriendo mostrarle su amor al Señor aun en la muerte, corre al sepulcro antes de que el día amanezca.

“Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2) –exclama con dolor, al descubrir que la piedra del sepulcro había sido removida. ¿Es que ni siquiera se deja en paz a los difuntos? ¿Dónde está su Señor?

Y entonces el Señor mismo se le aparece. Al principio María no lo reconoce, pero cuando Jesús la llama por su nombre, “ella, volviéndose, exclamó: ¡Rabbuni!” (Jn 20,16). Jesús aún no le permite tocarlo, pero la convierte en primera mensajera de la Resurrección.

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Sábado Santo: “Duelo por el Señor”

 

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Duelo por el Señor; dolor por los hombres, que no han reconocido a su Redentor y lo han crucificado… Duelo de la Madre por el Hijo amado; luto y desconcierto entre los discípulos, que se dicen confundidos: “Nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel” (Lc 24,21).

Pero el Señor descendió a los infiernos, donde aquellos que aún estaban a la espera de la Redención, y también a ellos los colmó con su amor.

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Viernes Santo: “Redimidos por amor”

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Judas consumó su traición y Jesús es apresado. Esto acontece después de que el Señor, en Getsemaní, había aceptado el sufrimiento de manos de su Padre y había dado su ‘sí’ a todo lo que tenía por delante.

Un SÍ que tuvo que atravesar la angustia y la agonía; un SÍ, después de haberle pedido a su Padre que, si era posible, aquel cáliz pasara sin tener que beberlo (cf. Mt 26,39-44); un SÍ que expresa la entrega incondicional al Padre; un SÍ por amor a nosotros, los hombres.

Ahora Jesús se entrega sin reservas al sufrimiento que ha de soportar por nuestra Redención; se enfrenta a todas las burlas y humillaciones, a todas las ofensas, al desamor y a la crueldad que encontrará en su camino doloroso. Todo el odio de las tinieblas se cierne sobre Él; la espantosa oscuridad del pecado con su terrible consecuencia: el alejamiento de Dios.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”  (Mt 27,46)

¡Parece haber llegado la hora del triunfo del Adversario!

Pero no es la hora del Mal, aunque él lo pretenda. Es la hora del Señor, en que las tinieblas son vencidas de una vez y para siempre. Es la hora del indecible amor del Señor a su Padre y a nosotros, sus criaturas perdidas. Es la hora en que nuestro Padre Celestial ofrece a toda la humanidad el perdón de sus culpas y la salvación. ¡Es la hora del Señor; es el día de la Redención; es el Viernes Santo!

“Como un cordero llevado al matadero” (Is 53,7), el Señor recorre aquel camino que llamamos ‘Vía Crucis’. Exteriormente privado de todo poder; pero interiormente sostenido por su Padre, para cumplir de forma plena Su Voluntad. Quienes lo vieron pasar en Jerusalén, se encontraron frente a frente con el siervo doliente de Dios, con el Mesías que esperaban, aunque su aspecto era muy distinto al que hubieran imaginado, sin los honores y ademanes que corresponden a un rey.

En su camino hacia la Cruz, Jesús se encuentra con su Madre, que permanece fiel junto a Él. También se encuentra con Verónica, que le muestra su amor, y con las mujeres de Jerusalén, cuyo llanto expresa su compasión por él… Son almas que no están cegadas como aquellas otras que le causan tanto dolor…

Y entonces llega el momento de la consumación. Jesús se deja crucificar, para llevar su misión a su culmen. Elevado en la Cruz, Él redime a la humanidad. ¡La Cruz se convierte en signo de nuestra Redención! El Padre Celestial mismo ha ofrecido el sacrificio que Abrahán no tuvo que ofrecer (Gen 22,1-12):

“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.” (Jn 3,16)

Ante todo esto, lo único que nos queda por decir es: “Te adoramos, oh Santo Dios, y te damos gracias, porque nos has redimido por tu amor, que te llevó hasta la Cruz. ¡Gloria a Ti!”

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Jueves Santo: “El servicio y la entrega de Cristo”

 

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Durante la cena, Jesús se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. (Jn 13,4-5)

¡Cuán grande amor se nos manifiesta en este día! ¡Con qué gestos tan extraordinarios nos encontramos! El Señor del cielo y de la tierra lava los pies de sus discípulos, revelándoles así más profundamente en qué consiste su seguimiento: se trata de servir. Dios mismo, en su infinito amor, sirve al hombre; y a nosotros nos llama a vivir en este mismo servicio.

Entonces, si nos cuestionamos cómo podemos servir a nuestro prójimo, la respuesta es: ¡Así como Jesús nos sirve a nosotros! No hay nada que le resulte demasiado bajo o despreciable, como para no tocarlo y transformarlo con su amor. A sus discípulos los convierte en príncipes de su Reino; de los pecadores quiere hacer santos.

“Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros.” (Jn 13,13-14)

Nosotros lavamos los pies de los demás cuando los acogemos en nuestro corazón, aun a aquellos que están alejados. Nosotros servimos al prójimo –y en primer lugar a nuestros hermanos en la fe– cuando día a día intentamos imitar al Señor en todo y realizar en Él nuestras obras. Nosotros servimos cuando no cerramos los ojos ante la necesidad de otras personas, ya sea material o espiritual. Nos lavamos unos a otros los pies cuando nos exhortamos y animamos mutuamente a vivir y actuar en el espíritu de Jesús, pues Él nos dio un ejemplo para que imitemos lo que Él hizo por nosotros.

Y como si no nos hubiese dado aún suficientes muestras de su amor, Jesús quiso dejarnos para siempre la actualización de su entrega al Padre y a los hombres.

Así, no solamente lava los pies de sus discípulos; sino que Él mismo se da como alimento. Él es el pan que ha bajado del cielo (cf. Jn 6,51); Él es el fruto del árbol de la vida, que no habíamos podido recibir desde el momento en que perdimos el Paraíso; Él nos ofrece su Carne y su Sangre como alimento, en vísperas de su Crucifixión, para que tengamos vida y la vida de Dios crezca en nosotros. Él no sólo entrega algo de Sí; sino que se entrega a Sí mismo.

¡Cuánta gloria le es dada al Padre! ¡Qué ayuda tan redundante de gracia se nos ofrece a nosotros, los hombres! ¿Quién podrá comprenderlo?

Día a día se hace presente este misterio en el Santo Sacrificio de la Eucaristía; día a día, hasta la consumación del mundo, se actualiza incruentamente el suceso del Gólgota. Día a día las personas están invitadas a prepararse y purificarse para recibir este santo alimento, para que éste pueda desplegar su efecto de gracia. Día a día se puede recibir al Señor, cuando se vive en estado de gracia. Día a día Jesús se nos dona, y el sacerdote, en nombre de Cristo, puede brindarlo a los hombres. Día a día fluyen inconmensurables ríos de gracia, que Dios ha preparado para la humanidad. Día a día se realiza en nosotros la obra de la Redención, cuando aceptamos la invitación del Señor.

¡Nunca podrá enmudecer nuestra alabanza, ni en la tierra ni en el cielo, cuando reconocemos al Señor y a sus obras! ¡Toda la gloria sea dada al Dios Trino!

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Miércoles Santo: “Treinta monedas de plata”

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Judas Iscariote fue donde los sumos sacerdotes y les dijo: “¿Qué me daréis, si os lo entrego?” Ellos le asignaron treinta monedas de plata. (Mt 26,14-15)

La traición de Dios a cambio del dinero injusto… ¡Cuántas veces se repite esta historia! ¡Cuántas veces las personas se venden a precio de dinero, de honor, de placeres desordenados, de poder!

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