Novena de Pentecostés – Día 7: “Amistad con el Espíritu Santo”

Para las tres Personas de la Santísima Trinidad, es una alegría estar con nosotros, más aun, morar en nosotros e iluminarnos con su luz divina. Esto cuenta también para el Espíritu Santo, que nos concede sus siete dones para guiarnos por el camino de la santidad.

Si seguimos su guía, los frutos del Espíritu Santo crecerán en nuestra vida y nuestro Padre se complacerá sobremanera en ellos. Sólo tenemos que imaginarnos cuán maravilloso es para nosotros mismos encontrarnos con alguien en quien han madurado los frutos del Espíritu Santo. “Los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia” (Gal 5,22-23).

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Novena de Pentecostés – Día 6: “El Espíritu Santo y María”

 

Si la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles en Pentecostés marca la hora del nacimiento de la Iglesia, entonces su descenso sobre María en Nazaret marca el inicio de la obra de la salvación (cf. Lc 1,35).

La Iglesia nos enseña que María fue preservada del pecado original en vista del Salvador que nacería de ella. Este es el dogma de la Inmaculada Concepción: que, por una gracia especial de Dios, la Virgen María mantuvo el estado de inocencia del Paraíso.

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Novena de Pentecostés – Día 5: “El pueblo de Dios”

“Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y gracia, dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.”

Los siervos de Dios, el pueblo de Dios… ¿Quién forma parte de él? Desde el punto de vista de la vocación, todos los hombres pertenecen al pueblo de Dios, pues Él quiere que todos se salven (1Tim 2,4). Por eso envió a su propio Hijo al mundo, para que conduzca a los hombres de regreso a casa, convirtiéndolos en hijos suyos.

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Novena de Pentecostés – Día 3: “Fuente del mayor consuelo”

“Fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.”

El Espíritu Santo es el consolador que el Señor nos ha otorgado. El Apóstol San Pablo nos dice: “Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a los que se sienten atribulados, ofreciéndoles el consuelo que nosotros mismos recibimos de Dios” (2Cor 1,4).

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Novena de Pentecostés – Día 2: “Ven, Padre amoroso del pobre”

“Ven, padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas.”

En el término ‘pobres’ estamos incluidos todos nosotros, especialmente aquellos que están conscientes de su propia pobreza.

En nuestra vida espiritual, aprendemos que siempre estamos necesitados. Es precisamente el Espíritu Santo quien nos enseña cuán grande es el amor de Dios y cuán lejos aún estamos de él.

Sin embargo, esta constatación no se convierte en motivo para sumirnos en tristeza o incluso caer en desesperación. Antes bien, es razón para apoyarnos aún más en el amor de Dios, confiando en que Él se apiadará de nuestra pobreza. Entonces será Dios quien nos haga ricos, pues Él mismo es nuestra riqueza.

Por eso invocamos al Espíritu Santo sobre todos los hombres y también sobre nuestra propia pobreza, para que Él nos haga ricos; ricos de todo lo que viene de Él. De esta manera, nuestra pobreza se convierte en riqueza.

No podemos llegar a la santidad sin la ayuda del Espíritu Santo. En el bautismo, cada alma recibe la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.

Las virtudes infusas son los hábitos sobrenaturales que nos hacen capaces de realizar obras meritorias y de actuar virtuosamente desde un punto de vista sobrenatural. Los dones del Espíritu Santo, en cambio, nos hacen capaces de percibir y acoger las mociones del Espíritu, siguiendo así constantemente sus impulsos.

La encíclica “Divinum Illud Munus” nos enseña lo siguiente:

“Y el hombre justo, que ya vive la vida de la divina gracia y opera por congruentes virtudes, como el alma por sus potencias, tiene necesidad de aquellos siete dones que se llaman propios del Espíritu Santo. Gracias a éstos el alma se dispone y se fortalece para seguir más fácil y prontamente las divinas inspiraciones.”

Estas divinas inspiraciones son las mociones e impulsos del Espíritu Santo. Sus dones, que se despliegan en nosotros a lo largo de toda nuestra vida, nos ayudan a escuchar y seguir dichas mociones. Si queremos que los dones del Espíritu Santo crezcan en nosotros, debemos ejercitarnos en el amor, y con cada avance en el amor a Dios, habrá un aumento en los dones.

Para entender mejor cómo actúan los dones del Espíritu Santo en nuestra alma, podemos recurrir al ejemplo de las velas de un barco. El amor libera las velas para el suave soplo del Espíritu Santo. Cuanto más grandes y amplias sean las velas, tanto más fácilmente podremos dejarnos llevar por el soplo del Espíritu divino.

El Espíritu Santo es el amor derramado en nuestros corazones (Rom 5,5); así como también es la luz y la alegría del corazón. Él derrama allí su claridad y purifica nuestro corazón de todo apego desordenado a nosotros mismos y a las cosas de este mundo.

El Espíritu Santo calienta nuestro corazón y, siendo Él el Paráclito, nos trae consuelo.

Del mismo modo que un Padre se complace en agasajar a sus hijos, Dios nos hace sentir su cercanía a través del beso de amor. Este calor nos atrae hacia Dios y nos llena de gratitud por todas las buenas dádivas que Él nos da. Cada corazón puede ser iluminado por Él, siempre y cuando no se cierre, y en su luz podemos ver la luz (Sal 36,10).

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Novena de Pentecostés – Día 1: “Ven, Espíritu Divino”

Hoy, después de la Fiesta de la Ascensión, inicia la novena en preparación para el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. En las reflexiones de los días venideros, quisiera salir del marco acostumbrado de las meditaciones diarias, para contemplar algunos aspectos y modos de actuar del Espíritu Santo. El objetivo es que lo conozcamos mejor y así estemos preparados para la Solemnidad de Pentecostés. Tomaré como estrella guía de estas meditaciones la Secuencia de Pentecostés, que es sin duda una de las oraciones más bellas de la Iglesia:

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Domingo de Pascua: “El sepulcro vacío”

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María Magdalena, queriendo mostrarle su amor al Señor aun en la muerte, corre al sepulcro antes de que el día amanezca.

“Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2) –exclama con dolor, al descubrir que la piedra del sepulcro había sido removida. ¿Es que ni siquiera se deja en paz a los difuntos? ¿Dónde está su Señor?

Y entonces el Señor mismo se le aparece. Al principio María no lo reconoce, pero cuando Jesús la llama por su nombre, “ella, volviéndose, exclamó: ¡Rabbuni!” (Jn 20,16). Jesús aún no le permite tocarlo, pero la convierte en primera mensajera de la Resurrección.

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Sábado Santo: “Duelo por el Señor”

 

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Duelo por el Señor; dolor por los hombres, que no han reconocido a su Redentor y lo han crucificado… Duelo de la Madre por el Hijo amado; luto y desconcierto entre los discípulos, que se dicen confundidos: “Nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel” (Lc 24,21).

Pero el Señor descendió a los infiernos, donde aquellos que aún estaban a la espera de la Redención, y también a ellos los colmó con su amor.

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Viernes Santo: “Redimidos por amor”

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Judas consumó su traición y Jesús es apresado. Esto acontece después de que el Señor, en Getsemaní, había aceptado el sufrimiento de manos de su Padre y había dado su ‘sí’ a todo lo que tenía por delante.

Un SÍ que tuvo que atravesar la angustia y la agonía; un SÍ, después de haberle pedido a su Padre que, si era posible, aquel cáliz pasara sin tener que beberlo (cf. Mt 26,39-44); un SÍ que expresa la entrega incondicional al Padre; un SÍ por amor a nosotros, los hombres.

Ahora Jesús se entrega sin reservas al sufrimiento que ha de soportar por nuestra Redención; se enfrenta a todas las burlas y humillaciones, a todas las ofensas, al desamor y a la crueldad que encontrará en su camino doloroso. Todo el odio de las tinieblas se cierne sobre Él; la espantosa oscuridad del pecado con su terrible consecuencia: el alejamiento de Dios.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”  (Mt 27,46)

¡Parece haber llegado la hora del triunfo del Adversario!

Pero no es la hora del Mal, aunque él lo pretenda. Es la hora del Señor, en que las tinieblas son vencidas de una vez y para siempre. Es la hora del indecible amor del Señor a su Padre y a nosotros, sus criaturas perdidas. Es la hora en que nuestro Padre Celestial ofrece a toda la humanidad el perdón de sus culpas y la salvación. ¡Es la hora del Señor; es el día de la Redención; es el Viernes Santo!

“Como un cordero llevado al matadero” (Is 53,7), el Señor recorre aquel camino que llamamos ‘Vía Crucis’. Exteriormente privado de todo poder; pero interiormente sostenido por su Padre, para cumplir de forma plena Su Voluntad. Quienes lo vieron pasar en Jerusalén, se encontraron frente a frente con el siervo doliente de Dios, con el Mesías que esperaban, aunque su aspecto era muy distinto al que hubieran imaginado, sin los honores y ademanes que corresponden a un rey.

En su camino hacia la Cruz, Jesús se encuentra con su Madre, que permanece fiel junto a Él. También se encuentra con Verónica, que le muestra su amor, y con las mujeres de Jerusalén, cuyo llanto expresa su compasión por él… Son almas que no están cegadas como aquellas otras que le causan tanto dolor…

Y entonces llega el momento de la consumación. Jesús se deja crucificar, para llevar su misión a su culmen. Elevado en la Cruz, Él redime a la humanidad. ¡La Cruz se convierte en signo de nuestra Redención! El Padre Celestial mismo ha ofrecido el sacrificio que Abrahán no tuvo que ofrecer (Gen 22,1-12):

“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.” (Jn 3,16)

Ante todo esto, lo único que nos queda por decir es: “Te adoramos, oh Santo Dios, y te damos gracias, porque nos has redimido por tu amor, que te llevó hasta la Cruz. ¡Gloria a Ti!”

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