Hermanos: Ya que los hijos tienen una misma sangre y una misma carne, él también debía participar de esa condición, para reducir a la impotencia, mediante su muerte, a aquel que tenía el dominio de la muerte, es decir, al demonio, y liberar de este modo a todos los que vivían completamente esclavizados por el temor de la muerte.
Llegados a Cafarnaún, Jesús entró el sábado en la sinagoga y se puso a enseñar. Y la gente quedaba asombrada de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres: el Santo de Dios.” Jesús, entonces, le conminó: “Cállate y sal de él.” Y el espíritu inmundo lo agitó violentamente, dio un fuerte grito y salió de él. Todos quedaron pasmados, de tal manera que se preguntaban unos a otros: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Da órdenes incluso a los espíritus inmundos, y le obedecen.” Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea. leer más
Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo, a quien instituyó heredero de todo y por quien también hizo el universo. Él es resplandor de la gloria de Dios e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa. Él, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuando más sublime es el nombre que ha heredado. En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy”, o también “Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo”? En otro lugar, al presentar a su Primogénito al mundo, dice: “Y adórenle todos los ángeles de Dios”.
Tit 2,11-15; 3,4-7 (Lectura opcional para la Fiesta del Bautismo de Jesús)
Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que renunciemos a la impiedad y a las pasiones mundanas, y vivamos con sensatez, justicia y piedad en el tiempo presente, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo. Él se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, celoso de buenas obras. Habla estas cosas, exhorta y reprende con toda autoridad.
En aquel tiempo, fue Jesús con sus discípulos al país de Judea. Allí estaba con ellos y bautizaba. Juan también estaba bautizando en Ainón, cerca de Salín, porque había allí mucha agua; y la gente acudía y se bautizaba. (Todavía no había sido Juan encarcelado.) Se suscitó una discusión entre los discípulos de Juan y un judío acerca de la purificación. Fueron, pues, a Juan y le dijeron: “Rabbí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, aquel de quien diste testimonio, está bautizando y todos van donde él.”
Estando Jesús en un pueblo, se presentó un hombre cubierto de lepra que, al verlo, se echó rostro en tierra y le rogó diciendo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Él extendió la mano, lo tocó y dijo: “Quiero, queda limpio.” Y al instante le desapareció la lepra. Pero le ordenó que no se lo dijera a nadie. Y añadió: “Vete, preséntate al sacerdote y haz la ofrenda por tu purificación, como prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio.” Su fama se extendió cada vez más, y una numerosa multitud afluía para oírle y ser curados de sus enfermedades. Pero él se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba.
Nosotros amamos porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y a la vez odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano. Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser amará también al que ha nacido de él. En esto podemos conocer que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues el amor a Dios consiste en esto: en guardar sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que nace de Dios vence al mundo. Y la fuerza que vence al mundo es nuestra fe.
Después que se saciaron los cinco mil hombres, enseguida mandó Jesús a sus discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla junto a Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Y después de despedirlos, se retiró al monte a orar. Cuando se hizo de noche, la barca estaba en medio del mar, y él solo en tierra. Y viéndoles remar con gran fatiga, porque el viento les era contrario, hacia la cuarta vigilia de la noche vino a ellos andando sobre el mar, e hizo ademán de pasar de largo. Ellos, cuando lo vieron andando sobre el mar, pensaron que era un fantasma y empezaron a gritar. Pues todos le habían visto y se habían asustado. Pero al instante él habló con ellos, y les dijo: «Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo.» Y subió con ellos a la barca y se calmó el viento. Entonces se quedaron mucho más asombrados; porque no habían entendido lo de los panes, ya que su corazón estaba endurecido.
Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu; antes bien, comprobad si los espíritus son de Dios, pues son muchos los falsos profetas que han venido al mundo. En esto podréis reconocer quién tiene el espíritu de Dios: todo el que confiesa que Jesucristo vino como verdadero hombre, ése tiene el espíritu de Dios; y todo el que no confiesa a Jesús, ése no tiene el espíritu de Dios. Ese tal es del Anticristo, el que oísteis que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo. Vosotros, hijos míos, sois de Dios y los habéis vencido. Pues el que está en vosotros es más que el que está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo, y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. El que conoce a Dios nos escucha; el que no conoce a Dios no nos escucha. En esto podemos reconocer el espíritu de la verdad y el del error.
Cuanto pedimos lo recibimos de Dios, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros según el mandamiento que nos dio. Quien guarda sus mandamientos mora en Dios y Dios en él; y en esto conocemos que mora en nosotros: en que nos ha dado el Espíritu.