Mi Amigo divino no viene a morar en mí sólo cuando ya he ordenado impecablemente mi casa interior. Antes bien, si se lo pido, Él mismo me ayuda en ello. Él no se arredra ante nada; sino que está dispuesto a mostrarme los rincones sucios que yo ni siquiera sería capaz de descubrir, y Él mismo se pone manos a la obra, pero siempre con una amabilidad encantadora y con gran perseverancia. Y es que Él quiere permanecer para siempre en mi alma y prepararla para la eternidad. Allí estará firme para siempre y nunca más podrá descarrilarse.
Esto representa un trabajo intenso para mi Amigo, y no sería posible en absoluto sin nuestro Salvador, que cargó nuestras culpas y las clavó en la Cruz (1Pe 2,24). ¡Qué bueno que Él sea un Amigo divino y que nunca se canse! Espero no ponérselo demasiado difícil. ¡Cuánto quisiera escucharle y obedecerle como lo hacen los santos ángeles!
