Si el don de entendimiento nos permite penetrar en los misterios divinos, el don de sabiduría nos concede un “delicioso” conocimiento de Dios:
“¡Gustad y ved qué bueno es el Señor!” –exclama el salmista (Sal 34,9). Primero nos invita a gustar, y sólo después a ver.
El don de sabiduría nos concede una experiencia del corazón, nos permite echar una mirada al amor de Dios a través del corazón. Por eso decimos que es un “degustar espiritual” del amor divino.
Entre Dios y nosotros surge una cierta familiaridad interior, algo como una comprensión intuitiva que se da con el corazón, porque dice la Escritura: “El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él” (1Cor 6,17). Gracias a esta familiaridad interior con Dios, el conocimiento de sus misterios adquiere un calor especial, así como un rayo de sol que calienta a la vez que ilumina.