“Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).
Además de permanecer en Dios y Él en nosotros a través de la contemplación y la meditación, también existe el aspecto de permanecer en el Padre por medio de las obras que realizamos.
“Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).
Además de permanecer en Dios y Él en nosotros a través de la contemplación y la meditación, también existe el aspecto de permanecer en el Padre por medio de las obras que realizamos.
“Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).
En la contemplación nos encontramos con nuestro Padre en lo más profundo de nuestra alma y permanecemos en Él. Así lo expresan los místicos. La meditación sobre la Palabra de Dios tiene un carácter algo distinto.
Los padres del desierto hablan de que es necesario “rumiar” la Palabra de Dios. A través de su repetición constante, se nos revela cada vez más profundamente su sentido y empieza a asentarse en el alma.
“Permanece en mí y yo en ti” (Palabra interior).
La contemplación significa permanecer en el Señor en nuestra peregrinación por este mundo. El Señor nos invita a ello: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4). Hay distintas maneras de permanecer en Él.
“Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término” (Sal 23,6).
El salmista expresa lo que el Padre Celestial ha dispuesto para nosotros, los hombres, y que podemos reconocer por la fe: es el gran “sí” de Dios a nuestra existencia; un “sí” que se nos manifiesta de diversas maneras. Es un “sí” que jamás revoca, después de haberlo pronunciado de una vez y para siempre sobre nuestra vida. Incluso la persona que rechaza a Dios atestigua con su sola existencia el “sí” de Dios sobre ella.
“Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos. Me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa” (Sal 23,5).
Este verso está tomado de los salmos de David, a quien el Señor eligió como rey de Israel. Asimismo, cada uno de nosotros, los cristianos, ha sido ungido por la gracia de Dios para ser “hijo del gran Rey”. Así, podemos adaptar las palabras de este salmo también para nosotros, porque nuestro Rey es Dios mismo. Cuando Poncio Pilato le preguntó a Jesús si era rey, Él le respondió: “Tú lo dices, soy rey” (Jn 18,37).
“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo; tu vara y tu callado me sosiegan” (Sal 23,4).
¿Quién no ha atravesado cañadas oscuras en la vida? ¿Quién no percibe los abundantes peligros que nos rodean? Muchas veces incluso están presentes en nuestro interior e intentan devorarnos. Pero también la vida en este mundo habla de la oscuridad del alejamiento de Dios.
“El Señor repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre” (Sal 23,3).
La traducción alemana de este versículo dice: “El Señor satisface mi anhelo” en lugar de “repara mis fuerzas”. En efecto, Dios ha sembrado profundamente en nuestro corazón el anhelo hacia Él. En su Sabiduría, nos permite experimentar que nuestra vida carece de algo esencial cuando no lo conocemos y otras cosas ocupan su lugar en nuestro corazón. Aunque inicialmente no percibamos ni entendamos mucho este vacío, y aunque las muchas distracciones nos satisfagan temporalmente, en el fondo de nuestra alma sabemos que: “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío” –como lo expresa el salmista (Sal 42,2).
“En verdes praderas me hace reposar; me conduce hacia fuentes tranquilas” (Sal 23,2).
Día tras día, el Padre Celestial nos alimenta con su santa Palabra; día tras día nos invita a la mesa de su gracia; día tras día vela sobre nuestra vida; día tras día habla a nuestro corazón; día tras día su Espíritu Santo nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (Jn 14,26); día tras día nuestra alma puede pastar en las verdes praderas de Dios y quedar saciada.
“El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 23,1).
Para dársenos a entender, nuestro Señor nos habla con comparaciones que conocemos de nuestra vida humana. La imagen del Buen Pastor que, en su actitud vigilante, no pierde de vista el rebaño que le ha sido encomendado, quiere transmitirnos cómo el Señor vela sobre los suyos.
“Las alegrías terrenales son efímeras. No perduran si no están conectadas conmigo” (Palabra interior).
Cuando se buscan los goces terrenales por sí mismos, qué rápido pasan incluso aquellos que son legítimos desde la perspectiva de la moral cristiana. Son tan sólo momentos fugaces, y aunque a veces sean embriagantes y emocionantes, no perduran, sino que dejan el alma vacía después de un tiempo. Si se los vuelve a buscar una y otra vez, se repite la misma historia y la dimensión más profunda del alma humana permanece insatisfecha y sin paz interior.