“No salgas fuera; vuelve en ti: en el interior del hombre habita la verdad” (San Agustín).
¡Cuántas veces buscamos fuera, en el mundo, en los acontecimientos, en los medios de comunicación, en los encuentros y en otras personas aquello que en realidad solo podemos encontrar en nuestro interior! A menudo olvidamos que, si vivimos en estado de gracia, la mismísima Trinidad ha puesto su morada en nuestra alma y ha erigido en ella su templo de verdad. A este templo interior podemos retirarnos en todo momento y dialogar íntimamente con Dios en nuestro interior.
“Desde la cruz de este mundo, que causa tanto sufrimiento, elevad conmigo la mirada al Padre” (Palabra interior).
El inconmensurable sufrimiento que soportó en la Cruz del Calvario nos trajo la Redención. Jesús lo hizo todo con la mirada puesta en el Padre, para cumplir su Voluntad. Como sugiere san Pablo, también nosotros estamos llamados a participar en el sufrimiento de este mundo: “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
Si elevamos la mirada al Padre, todo saldrá bien, sea lo que fuere. Para nosotros, que seguimos al Señor, siempre traerá consigo sufrimiento. Pero este sufrimiento se vuelve fecundo para el Reino de Dios, como sucedió con el Apóstol de los Gentiles. No es un sufrimiento que nos devore o nos lleve a la desesperación. Más bien, si lo sobrellevamos en el Señor y mirando a nuestro Padre, nos ennoblecerá y nos llevará a grandes profundidades. Si somos capaces de cargar la cruz con dignidad y serenidad, se convertirá en un gran tesoro. Pensemos en aquellos que aceptaron su cruz con esta actitud y contribuyeron así a completar «lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su Cuerpo».
Cuando atravesemos tales sufrimientos, siempre podremos refugiarnos en el Señor y en nuestro Padre y unirnos profundamente a ellos.
Esta meditación está estrechamente relacionada con un acontecimiento que tuvo lugar hace dos años, el 7 de abril de 2023, en una de nuestras casas en Alemania: aquel Viernes Santo, a las 9 de la mañana, se formó el Rostro de Jesús sobre el velo que cubría el crucifijo. Hasta el día de hoy este Rostro permanece visible.
Quienes quieran conocer más sobre este signo, al que llamamos «la mirada de Jesús al Padre Celestial», pueden acceder al enlace que figura en el texto: https://cloud.harpadei.com/s/RostrodeCristo
Este es el clamor constante y suplicante que el alma afligida dirige a Dios Padre: que la libre del mal que hay en ella misma, del mal que la rodea y de todas las fuerzas destructoras del mal. Nunca debemos acostumbrarnos a la malicia, a todas las perversidades y absurdos que encontramos en la tierra y en el mundo humano. ¡Dios nunca quiso nada de esto! Nuestro Padre nunca tuvo en mente abandonar a sus criaturas al mal, sino que proyectó para ellas una vida distinta. Sin embargo, puesto que dotó a sus criaturas de la libertad que correspondía a su dignidad, éstas pudieron abusar de ella y volverse contra Dios, pervirtiendo así el sentido de su existencia.
¡Líbranos del mal, amado Padre!
Para ello enviaste a tu Hijo al mundo, que vino para destruir las obras del diablo (1Jn 3,8). Él, el sin pecado, no solo nos dio ejemplo de cómo debemos vivir, sino que nos comunicó la gracia para sustraernos a la seducción del mal. Cuando dejamos entrar su Espíritu en nuestro corazón, Él lo transforma para que sea dócil al impulso de la gracia y no se deje llevar por los múltiples engaños que se le presentan. Quiere convertirnos en pacificadores en medio de un mundo discorde.
¡Líbranos del mal, amado Padre!
Siempre podemos acudir a ti después de haber caído en las trampas del Maligno. Tu amor es más fuerte que todo lo demás. Tu amor puede limpiarnos y levantarnos. Puede impulsarnos a servir al Reino de Dios aun en medio de este «valle de lágrimas».
¡Líbranos del mal, amado Padre!
Queremos que las tinieblas sean ahuyentadas y que se expanda tu Reino de amor: no más guerras, no más injusticia, no más perversión, no más errores. Anhelamos la comunión con los santos ángeles y con todos aquellos que te pertenecen, en la medida de lo posible ya en esta vida terrenal y, luego, sin más perturbaciones, en la eternidad.
Todos sabemos que nuestro Padre no permite que nos sobrevengan tentaciones que superen nuestra capacidad. Antes bien, nos ayuda a combatirlas y a crecer en esta lucha: “Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder resistirla con éxito” (1Cor 10,13).
“…como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12).
Sabemos bien cuán importante es para nuestro Padre que, habiendo experimentado su misericordia una y otra vez, también nosotros seamos misericordiosos con los demás. De hecho, una de las peores actitudes es cuando las personas no quieren perdonar. Cierran su corazón y, con su acusación, siguen ejerciendo un cierto poder sobre aquellos que, en su opinión, han hecho cosas imperdonables.
El gran acto de amor de Dios consiste en perdonarnos nuestras culpas en virtud del sacrificio de su Hijo. ¿Quién podría resistir si no fuera por este amor, siendo así que todos hemos contraído deudas, no sólo por nuestras malas obras, sino también por nuestras omisiones?
Jesús nos invita a incluir con naturalidad en nuestra oración las necesidades de nuestra vida cotidiana. Nuestro alimento diario también procede de nuestro Padre celestial, aunque tengamos que trabajar con el sudor de nuestra frente para conseguirlo (cf. Gen 3,17b). En última instancia, nuestras capacidades y el éxito de nuestro trabajo dependen de la gracia de Dios.
“Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10).
Cumplir la santa voluntad del Padre era el alimento de nuestro Señor Jesucristo (Jn 4,34). Con estas palabras, Jesús expresa la alegría y la naturalidad con la que cumplía la voluntad del que lo había enviado. ¡Esa era su vida!
El Reino de nuestro Padre está lleno de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo (cf. Rom 14,17). Ya aquí, en nuestra vida terrenal, pueden hacerse realidad estas aspiraciones, porque, como decimos en el Padre Nuestro, el Reino de Dios ha de venir a la tierra como es en el cielo.
¿La edificación del Reino de Dios aquí en la tierra es solo un hermoso sueño o un piadoso deseo? ¿Es una promesa cuyo cumplimiento está pendiente o es un mero recuerdo del Paraíso perdido?
Jesús nos enseñó a orar así, y esta petición se eleva desde todos los rincones del mundo. Por tanto, no puede ser una mera ilusión, sino una súplica a Dios para que su Reino, que ya existe en el cielo, se haga realidad también en la tierra.