NADA SIN LA VERDAD

“La verdad reclama su derecho” (Palabra interior).

Sin verdad, no puede haber verdadero amor ni podemos comprender correctamente la misericordia de nuestro Padre celestial. De hecho, su misericordia jamás pasa por alto ni anula la verdad y la justicia, sino que las necesita como cimiento para que la luz de Dios nos señale el camino correcto.

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FIJAR LA MIRADA EN EL PADRE

“Mírame en la cruz, mira cómo mantengo la mirada fija en el Padre” (Palabra interior).

Tanto durante su vida terrenal como en la hora de su muerte, Nuestro Señor mantuvo la mirada puesta en el Padre. Todo se centraba en Él: cumplió su misión hasta el final para llevar a cabo la obra del Padre y su anhelo era volver a Él.

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LA SABIA GUÍA DE NUESTRO PADRE

“Haz tú lo que puedas, pide lo que no puedas, y Dios te dará para que puedas” (San Agustín).

Una vez que hemos emprendido el camino de seguimiento del Señor, nuestro Padre nos toma a su servicio y nos confiere mucha responsabilidad. Nunca deberíamos rendirnos ante las dificultades que puedan presentarse en nuestro camino y que tienden a «inflarse», mostrándose más grandes de lo que realmente son. Esto también se aplica a situaciones que parecen insuperables. Es aquí donde se nos invita a poner en práctica la frase de San Agustín: avanzamos hasta donde podemos y, llegados a este punto, pedimos a nuestro Padre la gracia para afrontar de manera correcta lo que tenemos por delante y nos sobrepasa.

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LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS

“Cada día es importante; en cada hora ofrezco mi salvación a los hombres” (Palabra interior).

Estas palabras nos recuerdan la exhortación de san Pablo: «Aprovechad bien el tiempo presente» (Ef 5, 16). Nos llaman a una gran vigilancia y a estar atentos a la guía de nuestro Padre. De hecho, esta vigilancia nos ayuda a permanecer conscientes de la importancia de la salvación de las almas, que de otro modo corremos el peligro de olvidar con el transcurso del tiempo.

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EL AMOR DERRITE TODA ASPEREZA

“Yo te amo más de lo que tú me amas” (Palabra interior).

Aunque en nuestro corazón ya haya despertado y empezado a arder el amor a Dios, siempre hemos de tener presente que Él nos ama infinitamente más de lo que nosotros le amamos. Es un «océano de amor» que nos envuelve por completo, sin por eso olvidar un solo instante a sus demás hijos y criaturas. Este es el amor del que nos nutrimos y, si lo dejamos entrar en nuestra vida y le abrimos las puertas de nuestro corazón, nos convertimos nosotros mismos en un manantial de este amor.

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GRATITUD ETERNA

“¿Cómo podremos jamás agradecerte, oh Amado Padre, por tu amor y tu infinita misericordia?” (Himno de alabanza a la Santísima Trinidad).

Cuando tomamos conciencia del amor de nuestro Padre y admiramos sus obras, empieza a brotar en nosotros un “eterno gracias”, que desemboca en la incesante alabanza de su majestad.

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EL TEMPLO INTERIOR

 

“Haré de tu corazón el trono de mi gloria y de mi misericordia” (Palabra interior).

Si le entregamos nuestro corazón al Padre Celestial, Él no descansará hasta haberlo convertido en un maravilloso templo interior adornado con todo tipo de piedras preciosas. Estas son las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo que se van desplegando en nosotros. De este modo, nuestro Padre se glorifica en nosotros, porque al adoptar sus rasgos y reflejar su ser, nos vamos convirtiendo en «otros Cristos», como se decía de San Francisco de Asís.

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EL AMOR COMO REGENTE

“Permaneced en mi amor” (Jn 15,9).

El amor de nuestro Padre Celestial nos envuelve, habita en nosotros y nos modela a imagen de Cristo. Si lo hemos reconocido y asimilado mediante la fe, entonces este amor querrá permanecer siempre en nosotros y no se apartará jamás. Es el amor divino y, por tanto, inmutable. Es un regalo que recibimos gratuitamente, pero nuestra tarea y nuestra dicha consisten en permanecer en él. Y esto no es difícil, ya que Dios, por su parte, nunca nos retira su amor. Solo nosotros podemos apartarnos de él cuando somos negligentes en cultivarlo y volcamos nuestro amor de forma desordenada hacia lo creado, alejándonos así de Dios.

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EL ORDEN CORRECTO

“Quien quiera que Dios le escuche, que escuche primero a Dios” (San Agustín).

Por mucho que Dios nos hable, no llegaremos a entenderlo si no aprendemos a identificar su voz, si no asimilamos su Palabra y la ponemos en práctica. Es el Espíritu Santo quien nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (Jn 14,26), pero solo puede hacerlo si estamos dispuestos a escuchar al Señor y le prestamos atención. Es decir, es necesaria la disposición correcta de nuestra parte.

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