«Nunca te dejes confundir y mantén tu corazón anclado en mí» (Palabra interior).
A menudo, los ataques del Maligno quieren apartarnos del camino recto. Pero, como sabemos, Dios se vale de todas sus maquinaciones para anclarnos aún más profundamente en Él.
«Comprendo que alguien sufra o se sienta afligido, pero ¿por qué preocuparse si Dios está ahí?» (Venerable Anne de Guigné).
Estas palabras salen de la boca de una santa muy joven. Fue la misma Anne de Guigné quien dijo: «Nada es difícil si se ama a Dios». Nos encontramos aquí con una santa sencillez que simplemente asimila y deja penetrar en su alma las enseñanzas del Señor. Así se convirtieron para Anne en una realidad natural.
«Dios mío, Santísima Trinidad, sé mi morada y mi cobijo; la casa del Padre que nunca quiero abandonar» (Santa Isabel de la Santísima Trinidad).
Un alma enamorada de Dios expresa en sus cartas lo que el Padre Celestial nos ofrece una y otra vez en el Mensaje a la Madre Eugenia: la relación más íntima del alma con su Creador y Salvador. Todos los libros del mundo no pueden describir cabalmente este amor. Hay que leer más en aquel libro del que hablaba Santa Juana de Arco: escuchar atentamente al Corazón de Dios y conocer a nuestro Padre tal y como es.
«Escucha atentamente el Corazón de Dios. Eso es más importante que leer muchas cosas» (Palabra interior).
Nunca se pierde tiempo al escuchar atentamente al Corazón de nuestro Padre. En cambio, perdemos mucho tiempo cuando no aprovechamos su invitación y dejamos pasar esos momentos. A menudo estamos tan inmersos en nuestras tareas y tan habituados a ellas, que ni siquiera percibimos realmente los valiosos momentos de silencio en nuestra vida. Sin embargo, son precisamente esos momentos los que más nos marcan y nos convierten en personas interiores.
«Oh, mi buen Señor, si tan sólo mi alma pudiera llamarse tu amada»(Beato Enrique Suso).
Esta exclamación procede de un místico inflamado de amor, el beato Enrique Suso, que experimentó el fuego del Espíritu Santo en su encuentro interior con el Señor, despertando así al amor a Dios. Hay un despertar tan profundo al amor de Dios que el alma ansía la unificación con el Amado y anhela con creciente intensidad el encuentro con Él. Sufre un «dulce dolor». Por un lado, es dulce, puesto que llena el alma con la dicha del incomparable amor de Dios; por otro lado, representa un dolor, ya que suscita en ella un hambre de amor cada vez mayor, que no puede saciarse plenamente en esta vida y que solo se consuela con la perspectiva de la eternidad.
“No salgas fuera; vuelve en ti: en el interior del hombre habita la verdad” (San Agustín).
¡Cuántas veces buscamos fuera, en el mundo, en los acontecimientos, en los medios de comunicación, en los encuentros y en otras personas aquello que en realidad solo podemos encontrar en nuestro interior! A menudo olvidamos que, si vivimos en estado de gracia, la mismísima Trinidad ha puesto su morada en nuestra alma y ha erigido en ella su templo de verdad. A este templo interior podemos retirarnos en todo momento y dialogar íntimamente con Dios en nuestro interior.
“Desde la cruz de este mundo, que causa tanto sufrimiento, elevad conmigo la mirada al Padre” (Palabra interior).
El inconmensurable sufrimiento que soportó en la Cruz del Calvario nos trajo la Redención. Jesús lo hizo todo con la mirada puesta en el Padre, para cumplir su Voluntad. Como sugiere san Pablo, también nosotros estamos llamados a participar en el sufrimiento de este mundo: “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
Si elevamos la mirada al Padre, todo saldrá bien, sea lo que fuere. Para nosotros, que seguimos al Señor, siempre traerá consigo sufrimiento. Pero este sufrimiento se vuelve fecundo para el Reino de Dios, como sucedió con el Apóstol de los Gentiles. No es un sufrimiento que nos devore o nos lleve a la desesperación. Más bien, si lo sobrellevamos en el Señor y mirando a nuestro Padre, nos ennoblecerá y nos llevará a grandes profundidades. Si somos capaces de cargar la cruz con dignidad y serenidad, se convertirá en un gran tesoro. Pensemos en aquellos que aceptaron su cruz con esta actitud y contribuyeron así a completar «lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su Cuerpo».
Cuando atravesemos tales sufrimientos, siempre podremos refugiarnos en el Señor y en nuestro Padre y unirnos profundamente a ellos.
Esta meditación está estrechamente relacionada con un acontecimiento que tuvo lugar hace dos años, el 7 de abril de 2023, en una de nuestras casas en Alemania: aquel Viernes Santo, a las 9 de la mañana, se formó el Rostro de Jesús sobre el velo que cubría el crucifijo. Hasta el día de hoy este Rostro permanece visible.
Quienes quieran conocer más sobre este signo, al que llamamos «la mirada de Jesús al Padre Celestial», pueden acceder al enlace que figura en el texto: https://cloud.harpadei.com/s/RostrodeCristo
Este es el clamor constante y suplicante que el alma afligida dirige a Dios Padre: que la libre del mal que hay en ella misma, del mal que la rodea y de todas las fuerzas destructoras del mal. Nunca debemos acostumbrarnos a la malicia, a todas las perversidades y absurdos que encontramos en la tierra y en el mundo humano. ¡Dios nunca quiso nada de esto! Nuestro Padre nunca tuvo en mente abandonar a sus criaturas al mal, sino que proyectó para ellas una vida distinta. Sin embargo, puesto que dotó a sus criaturas de la libertad que correspondía a su dignidad, éstas pudieron abusar de ella y volverse contra Dios, pervirtiendo así el sentido de su existencia.
¡Líbranos del mal, amado Padre!
Para ello enviaste a tu Hijo al mundo, que vino para destruir las obras del diablo (1Jn 3,8). Él, el sin pecado, no solo nos dio ejemplo de cómo debemos vivir, sino que nos comunicó la gracia para sustraernos a la seducción del mal. Cuando dejamos entrar su Espíritu en nuestro corazón, Él lo transforma para que sea dócil al impulso de la gracia y no se deje llevar por los múltiples engaños que se le presentan. Quiere convertirnos en pacificadores en medio de un mundo discorde.
¡Líbranos del mal, amado Padre!
Siempre podemos acudir a ti después de haber caído en las trampas del Maligno. Tu amor es más fuerte que todo lo demás. Tu amor puede limpiarnos y levantarnos. Puede impulsarnos a servir al Reino de Dios aun en medio de este «valle de lágrimas».
¡Líbranos del mal, amado Padre!
Queremos que las tinieblas sean ahuyentadas y que se expanda tu Reino de amor: no más guerras, no más injusticia, no más perversión, no más errores. Anhelamos la comunión con los santos ángeles y con todos aquellos que te pertenecen, en la medida de lo posible ya en esta vida terrenal y, luego, sin más perturbaciones, en la eternidad.
Todos sabemos que nuestro Padre no permite que nos sobrevengan tentaciones que superen nuestra capacidad. Antes bien, nos ayuda a combatirlas y a crecer en esta lucha: “Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder resistirla con éxito” (1Cor 10,13).
“…como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12).
Sabemos bien cuán importante es para nuestro Padre que, habiendo experimentado su misericordia una y otra vez, también nosotros seamos misericordiosos con los demás. De hecho, una de las peores actitudes es cuando las personas no quieren perdonar. Cierran su corazón y, con su acusación, siguen ejerciendo un cierto poder sobre aquellos que, en su opinión, han hecho cosas imperdonables.